Título de la obra original

Feed My Sheep. A Shepherd's Guide from a Master Preacher

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Apacienta mis ovejas

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Traducción David P. Gullón

Edición del texto Francesc X. Gelabert

Corrección de pruebas Glendy R. Bueno, J. Vladimir Polanco, Omar Medina

Diagramación y diseño de la portada Ideyo Alomía

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ISBN 10: 1-57554-607-8 ISBN 13: 9-781-57554-607-0

Impresión y encuademación

Printer Colombiana S.A.

Bogotá

Impreso en Colombia Printed in Colombia

Edición: julio 2008


 

La División Interamericana de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y sus dos casas editoras, GEMA y APIA, dedican fraternalmente en Cristo, el Buen Pastor, este libro, el primero de la serie Clásicos del Adventismo, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que sienten que

el Espíritu Santo los ha llamado a predicar a tiempo y fuera de tiempo el evangelio eterno anunciando el pronto regreso de Cristo. Y, con la convicción de que Dios tiene una bendición en cada una de sus páginas, lo ponemos en las manos de todos nuestros hermanos de lengua española.


 

El predicador

 

«Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído?

¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?

¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?»

Romanos 10:14

Y CÓMO OIRÁN sin haber quien les predique?» (Rom. 10:14). La oscuridad de este mundo necesita luz. Y es­tá escrito que Jesús mismo es la «Luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo» (Juan 1: 9). Cuando hay verdadera oscuridad, los hombres buscan la luz. En las tinieblas espirituales de este mundo se reúnen alrededor de la vela más pequeña, más tenue, más lánguida, menos brillante. Si hay una lucecita allí, se amontonarán a su alrededor. Es porque Dios los hizo para la luz. Esa es la razón por la que siempre habrá lugar para el predicador en el mundo de hoy. Él es el portador de la luz que llega no como una vela sino como una antorcha poderosa que resplandece cada vez más hasta que estalle en gloria el día final. Jesús es la luz del mundo. Vino predicando y envió a sus discípulos para predicar, para ser luces.

En diferentes épocas en este mundo, han descendido las tinieblas, que al igual que las de Egipto, se pudieron sentir e intentaron su­primir la luz. Primero fue el paganismo, después la gran apostasía, después el racionalismo, luego el materialismo, ahora el secularismo y el humanismo; pero la luz siempre estalla. Brilla por medio de los hombres; brilla por medio de la predicación verdadera. Ahora bien, estos hombres no crearon la luz; la luz está en ellos, y resplandece de­lante de ellos. Por decirlo de alguna manera, son hombres incandes­centes, «porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandecie­se la luz, es el que resplandeció en nuestro corazón, para que poda­mos conocer la gloria de Dios que brilla en el rostro de Jesucristo» (2 Cor. 4: 6). Este es un texto extraordinario para todo predicador. Dios va a resplandecer en nosotros, pero nosotros debemos resplan­decer para otros. Al igual que los guerreros de Gedeón, «tenemos este tesoro en vasos de barro», para que la excelencia del poder sea de Dios, y no nuestra. Solo cuando se quiebran las vasijas resplande­ce la luz; cuando nos ocultamos en Cristo, cuando nos replegamos detrás de la cruz es cuando él aparece, es cuando puede resplande­cer la gloria del rostro de Jesucristo en todo el mundo. Cuando la luz reflejada del rostro de Jesucristo brilla a través de la vida del pre­dicador, está siendo el predicador que tiene que ser.

Después ocurren cosas sorprendentes. Aquellos que nunca han invocado a Dios, aquellos que profesan hostilidad a todo lo justo y santo, y aquellos que se sienten hastiados, que han vivido en mundanalidad, confundidos filosóficamente, incluso siendo antirreligio­sos y anticristianos, con frecuencia son transformados, y transforma­dos por completo, repentinamente.

Justo cuando creen que están más seguros en su escepticismo, infidelidad, duda y satisfacciones secu­lares, entonces, algo sucede.

Precisamente cuando estábamos más seguros

hay un toque del ocaso,

una fantasía de una campanilla de flores,

la muerte de alguien,

el fin de un coro de Eurípides,

y eso es suficiente para cincuenta esperanzas y temores.

 

Pero más que eso, justo entonces hay un susurro del Espíritu de Dios, una flecha de su aljaba, una palabra de su gran Libro, la voz del predicador en el aire, que llega como una espada al corazón y vuelve el corazón a la primera imagen de la luz por la cual suspiran los ojos humanos. El mismo predicador debe ser la luz.

Ralph Connor escribe sobre un humilde pastor que estaba hacien­do su fervorosa obra para Dios en un gran rancho del Oeste cuando uno de los vaqueros que estaba en el auditorio comenzó a hacer ob­jeciones de poca monta.

Por supuesto, eso está en la Biblia, ¿verdad? le preguntó alguien.

dijo el misionero.

Bueno, ¿cómo sabe usted que es verdad?

Antes de que pudiera responder, interrumpió un ranchero:

Mire, compañero; mire, vaquero, ¿cómo sabe usted que algo es verdad? ¿Cómo sabe que el misionero que está aquí es de fiar cuan­do habla? ¿No lo puede ver en la convicción con que se expresa? ¿No lo puede ver en el tono de su voz?

Mis queridos amigos, eso es lo que convencerá a la mayoría de sus oyentes, la convicción propia, la voz firme y segura. Por eso la verdad de Dios no es una filosofía, no es meramente una teoría o una fórmula que se pueda exponer a base de razonamientos bien construidos, es una vida, proviene de la Vida. Dijo Jesús: «Dios es Espíritu. Y los que lo adoran, deben adorarlo en espíritu y en ver­dad» (Juan 4: 24). «En él estaba la vida, y esa vida era la luz de los hombres» (Juan 1: 4). Y por eso, es necesario que haga algo en cada uno de nosotros que permita que los demás perciban nuestros sen­timientos porque el testimonio del Espíritu da testimonio en noso­tros y por medio de nosotros, de que somos hijos de Dios.

Aquel vaquero era un escéptico. No hay duda. Vivimos tiempos cuando se glorifica la duda y a menudo se considera una confesión de fe como la evidencia de falta de sentido común. Vivimos en un mundo de desilusión, de duda sistemática, cuando muchos millones, incluso de los que se llaman a sí mismos cristianos, consideran la vida futura, y aun la misma existencia de Dios, como «el gran quizás». No es nuestra tarea desperdiciar tiempo condenando el escepti­cismo de la actualidad, sino más bien deberíamos presentar algo extraordinario en lo cual creer. Podemos hacer eso solamente cuando hay creencia y fe verdadera en nuestros corazones. La predicación auténtica ganará el corazón del que duda y del escéptico. Es posible que no pueda iluminar su mente de inmediato; pero si la predica­ción sale del corazón del predicador con calor y fe, de la misma alma de uno que no toma en serio la duda e incredulidad, sino que puede de­cir: «Conozco la fuerza de esa enfermedad. Yo también he orado, "¡Creo! ¡Ayuda mi poca fe!" (Mar. 9:24)», eso ganará su corazón. Te­nemos que conocer algo del escepticismo, la duda y la admiración. No condenemos al escéptico y al incrédulo. Digámosles que nos­otros mismos conocemos algo de esa enfermedad. El corazón huma­no comenzará a creer antes de que lo haga la cabeza. No vayan a pensar en ningún momento que es una debilidad apelar a los senti­mientos y emociones. Esa es una parte del ser humano tanto como lo es su razón. Y quien se hace a la idea de que el único llamamiento que debe hacerse es el llamamiento a la razón, es porque cree que todo el mundo es como él mismo. La voluntad para creer hará que crea lo que desea creer. Racionalizará su pensamiento de esa manera tan probablemente como lo hacen otros.

Vez, tras vez, tras vez, Jesús habló de apelar al corazón del hom­bre. «Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homici­dios, los adulterios [...]. Esto contamina al hombre» (Mat. 15:19,20). Dividimos al hombre y lo hacemos una especie de esquizofrénico, pero Jesús habla del hombre como un hombre y apela a él en todas las formas posibles.

Pienso que nos haría mucho bien leer más a John Bunyan no solo El Peregrino sino también The Holy War [La guerra santa], donde tra­ta sobre el conflicto espiritual de la vida describiendo el asedio a la ciudadela de Mansoul [Alma Humana] por su Puerta del Ojo, Puer­ta del Oído, Puerta del Tacto, etcétera. La particularidad de aquella ciudad era que nunca podía ser tomada excepto por el consenti­miento de sus ciudadanos. Bunyan era un hombre que conocía más sobre la naturaleza humana que algunos de nuestros psicólogos mo­dernos. Sabía cómo se nos acerca el enemigo por las diversas aveni­das del alma humana. A propósito, se dice que Spurgeon leyó El Peregrino setenta y cinco veces. Esa es una razón por la cual pudo escribir algunos libros como los escribió, por ejemplo, John Ploughman's Talks [Las charlas de Juan Campesino]. Nunca habría podido escribir ese libro si no hubiera leído tantas veces El Peregrino y hubiera aprendido la forma como usar palabras de una sola sílaba. Recuerden que cuando ustedes comenzaron a estudiar griego, comenzaron con Juan, ¿verdad? ¿Por qué? Porque soy, luz, dio, todas son palabras de una sílaba; y esa es la clase de predicación que deberíamos dar al mundo. Tengo que reconocer que no es fácil.

Ahora bien, hay dos cosas que como predicadores siempre he­mos de tener en cuenta: La primera, es que Jesús está vivo y que pro­metió estar con nosotros hasta el fin del mundo. Cada época lo ha en­contrado vivo, dando fuerza a sus verdaderos predicadores. Esto hay que tenerlo siempre bien presente, y también que en cada alma, el pre­dicador tiene un aliado. Y a menudo lo olvidamos; yo sé que lo he olvidado muchas veces, pero que es de tremendo estímulo. Cuando usted comienza a predicarle o habla con alguien, usted no solo tiene la promesa de que Jesucristo está con usted, sino que tiene la prome­sa de que en el alma humana usted tiene un aliado, la conciencia, y no importa qué ropas use, o qué título ostente, o qué dudas manifies­te, tiene dentro una conciencia para despertarlo. En el momento en que usted comienza a proclamar la Palabra de Dios a alguien, tiene un aliado, la conciencia de esa persona que trata de desatrancar la puer­ta desde el interior. Mientras que su ariete está en el exterior, la con­ciencia dentro está de su lado, es su quinta columna que está en el in­terior. Está ahí en cada ser humano. Y siempre que se pregona la ver­dadera Palabra de Dios desafiando a rendirse a la ciudad del alma humana, la conciencia desde adentro comienza a actuar con la cerra­dura, tratando de abrirle a usted la puerta.

El mensaje del Señor dirige su apelación a cada corazón, aun antes de que el corazón se rinda a él. Como dijo alguien: «Es belle­za para el poeta, verdad para el hombre de ciencia, justicia para el moralista, mancomunidad de hombres para el idealista social; sí, es honestidad de mente para el escéptico, y es Dios para todos noso­tros». El escéptico dirá entonces:

Huí de él a lo largo de las noches y a lo largo de los días. Huí de él atravesando el túnel de los años. Huí de él a lo largo de los intrincados caminos de mis propias ideas; y en medio de lágrimas me escondí bajo una carcajada continua. Después aquellos fuertes pies siguieron y siguieron. Sin prisa prosiguieron con calma imperturbable.

A ritmo deliberado, majestuoso instante, una voz me sacudió antes que los pies.

«A quien me traiciona a mí, todas las cosas lo traicionan». Sí, Jesucristo está buscando el alma humana como Francis Thompson en este poema suyo The Hound of Heaven [El sabueso del cielo]; un gran poema para que lo aprenda todo predicador. Cristo está afue­ra asediando el alma; dentro está la conciencia.

Así que «como predicadores debemos practicar la presencia de Dios» como dijo alguien. La presencia del Señor debe estar en noso­tros, así como en la persona a quien estamos intentando alcanzar, la cual puede estar tratando de huir del Señor. El predicador debe escu­char también las palabras del Maestro que hacen eco en su corazón: «Id por todo el mundo, y predicad».

Esa es la clase de hombre que de­be ser, creyendo en las sencillas palabras de Jesús y deseando obedecer­las. Conserva la idea de cuño antiguo y, como dice Carlyle B. Haynes, la tiene como una convicción de que la tarea principal del predicador es predicar, no recaudar fondos, ni alcanzar los blancos, ni dirigir excur­siones, ni hacer campañas, ni promover proyectos, ni ser un actor, ni presentar gráficos o películas, ni tratar de congraciarse con sus líderes, ni buscar una promoción para él, ¡sino predicar!

Sí, la predicación es su obligación primordial, su gran obra, la obra de su vida. Otras cosas menores pueden seguir, y seguirán; pero la predicación es su obra fundamental. «Id [...] predicad», ese es el manda­to de Jesús. Esto es lo que tiene que ser, un predicador del evangelio, más que un consejero, calificado para aplicar los principios verdaderos de la psicología y la psiquiatría a los problemas humanos. Dije más que un consejero. No debe ser un psicólogo insignificante o un psiquia­tra de la liga de segunda división intentando imitar a quienes que se han especializado en estas ramas del conocimiento y que pueden tener aptitudes para ellas. No estoy condenando todo eso, sino di­ciendo sencillamente que no son la obligación de un predicador. En su trato con las almas, por supuesto, todo pastor aprende a conocer muchos de los principios sobre los cuales funciona la mente huma­na, pero ante todo él es un hombre que empuña una espada podero­sa, y esa espada es «la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios» (Efe. 6: 17). Es uno que proclama la verdad, la verdad de Dios. Se colocan otras cosas en buen lugar, pero no en el lugar de importancia suprema.

Para tomar la posición, y mantenerla, de que la obra principal del predicador es predicar, se necesitará valor y fe. Les voy a decir por qué. Porque en algunas Asociaciones es al hombre que hace otras cosas al que se desea más que a un predicador. Algunas comisiones o administradores le darán empleo, sobre todo si es un buen finan­cista, construye iglesias, alcanza sus blancos, etcétera. Ahora, por favor, no me entiendan mal. Pienso que es excelente que un hombre sea capaz de hacer todas estas cosas, pero ciertamente nunca puede hacerlas todas y además predicar tal y como Dios desea que predi­que. Está más allá de la capacidad de cualquier ser humano. Si puede hacer todas estas cosas, o adiestrar a otros para que las hagan después de que haya hecho su tarea suprema, tanto mejor; pero si no, los resultados no serán los adecuados.

Un día me visitó un joven pastor, dispuesto a dejar de trabajar para la Asociación, o más bien, debería decir que estaba en la nómi­na de pagos de la Asociación. Nunca debemos decir que trabajamos para la Asociación. Si alguien trabaja meramente para la Asociación, ya está fuera del ministerio. Trabajamos para el Señor Jesucristo. La Asociación es simplemente una organización de cristianos que ad­ministran los fondos que ha ofrendado el pueblo de Dios. Nunca tengan la idea de que somos empleados de alguna Asociación. Sen­cillamente le duele a mi oído escuchar esa expresión: «Soy empleado de la Asociación», porque el pastor sirve a Dios. El diezmo le per­tenece a él exactamente tanto como a cualquier otro. Cuando algu­na comisión de la Asociación tiene la idea de que el dinero les per­tenece a ellos, es que lisa y llanamente ha perdido el rumbo. No les pertenece; es el dinero de Dios, del pueblo de Dios. ¿Acaso no es eso lo correcto? Entonces actuemos así y vivamos así.

Pero volvamos a ese joven que estaba a punto de dejar de recibir el sueldo de la Asociación. Estaba muy íntimamente relacionado conmigo, así que yo sabía muy bien cómo se sentía.

Dijo: «¿Por cuánto tiempo más voy a tener que construir iglesias? Quiero predicar». Había ayudado a construir tres. Dijo: «Quiero dar estudios bíblicos. Mi deseo es pre­dicarle a la gente. Deseo salir y estudiar odontología, de manera que pueda ganar algún dinero, y así pobre predicar y dar estudios bíbli­cos». Bueno, pasó por una gran crisis en su vida, pero el Señor lo sostuvo en medio de la prueba. Puedo decirles que le llevó mucha oración. Pronto será ordenado y continúa en el ministerio. Creo que necesitamos ser nosotros mismos y decir: «Quiero predicar». Pero cuando lo hagamos, vamos a tener algunos problemas.

Está escrito en la Palabra que cuando los apóstoles vieron que la iglesia estaba creciendo rápidamente y que las cargas administrati­vas eran tan pesadas que la mayor parte de sus energías se estaban gastando en asuntos de pura organización, en detrimento del gran objetivo de su misión como apóstoles, predicadores y maestros de la Palabra, hicieron algo para mejorar la situación. ¿Qué hicieron? Pidieron una reorganización y se eligió a otros hombres para esa ta­rea secundaria.

Cuando se me pidió que diera estas conferencias, le escribí a qui­nientos de nuestros pastores pidiéndoles que me ayudaran envían- dome su evaluación de la predicación adventista del séptimo día y algunas sugerencias en cuanto a cómo predicar. Uno de los que me contestó dio en el clavo. Después que él y otros hablaron sobre eso, escribió: «Creemos que la experiencia del libro de los Hechos debe repetirse entre nosotros hoy. Si vamos a continuar con la tremenda es­tructura administrativa y de organización que tenemos hoy, creemos que deben separarse a hombres para realizarla. Llámelos diáconos o cualquier otro nombre que desee, páguenles salarios regulares como hacen con los pastores, pero ordénenlos o nómbrenlos como los que estuvieron antes para hacer ese trabajo y encomiéndeles que lo hagan, y permitan que el resto de nosotros prediquemos por un cambio».

Bien, ¿por qué no? Lo hicieron en aquel tiempo. «Entonces los do­ce convocaron a la multitud de los discípulos, y dijeron: "No es bue­no [es irrazonable] que nosotros descuidemos el ministerio de la Pa­labra de Dios, para servir a las mesas. [Servir a los pobres de la igle­sia, porque había demasiados hermanos de los que tenían que en­cargarse.] Por tanto, hermanos, elegid de entre vosotros a siete hom­bres de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos este trabajo. Y nosotros persistiremos en la oración y el ministerio de la Palabra"» (Hech. 6: 2-4).  Fíjense en el versículo 1 que la queja que desencadenó todo fue que se descuidaba atender a algunas personas en la asistencia dia­ria. Eso es lo que nos abruma, distrayéndonos de nuestra misión primordial y reduce la fuerza del ministerio «la asistencia diaria», o como lo llamaron los apóstoles «este trabajo». Trabajo, asistencia, co­mo quieran llamarlo, esto es lo que los apóstoles delegaron en otros con capacidad para hacerlo, y los apóstoles mismos persistieron «en la oración y en el ministerio de la Palabra». Piense qué revolución, qué reavivamiento, qué gloriosa explosión de ganancia de almas se extendería por el mundo si se hiciera algo semejante en nuestros días. Bien, eso es algo revolucionario, ¿verdad? Pero es bueno hacer una revolución de vez en cuando.

Lejos esté de mí tratar de decirle a usted justamente cómo debe ser un pastor. Cuando Dios lo hizo a usted, rompió el molde, así que ya no se puede hacer otro exactamente igual a usted. Al describir al predicador y lo que debe ser, hemos de tener en mente que cada persona es diferente. Cada hoja de cada árbol es diferente de otra hoja. Cada brizna de hierba es diferente de otra brizna de hierba. Solamente podemos hablar de ciertos principios generales y sugerir ideas. Dios nos elige como somos y nos usa así. De modo que no se sienta desanimado si usted hace las cosas de una manera diferente a la de otros, porque usted es único. Dios lo llamó a usted exacta­mente tal como usted es.

Conforme a los documentos del Nuevo Testamento, y también del Antiguo, cuando Dios tomó a un hombre para hacerlo un predi­cador, lo tomó tal como era, de un rebaño de ovejas, del palacio de un rey, de una familia sacerdotal, de cualquier lugar donde lo en­contró. Lo tomó, se le reveló, lo llenó con su Espíritu y lo envió diciéndole: «Toma esta revelación mía, y ve y predícala. Dile a los hombres lo que Dios ha hecho por ti y lo que él hará por ellos». Esto debe hacerse, no de manera técnica, sino de manera extensa. Debe hacerse a nuestra propia manera, con nuestras propias habilidades, consagradas a él; con nuestros propios talentos, nuestras propias emociones y afectos, nuestra propia alma llena con el poder del Es­píritu Santo.

Hay un lugar para el hombre que tiene conocimiento y para el hombre de pocos dones y poca instrucción. Se nos dice que en los días finales, Dios tomará a hombres y mujeres de detrás del arado, y entera del éxito ajeno. Solo la gracia de Dios en Cristo puede hacer esto. Solo el Espíritu Santo puede llevar a cabo ese cambio en nues­tros corazones.

Si alguien que pinta cuadros hermosos llega a mi ciudad, puedo alabarlo desde el fondo de mi corazón, porque no sé nada sobre pin­tura. Cuando alguien construye un garaje y arregla automóviles y realiza todas esas maniobras «mágicas» que hacen que los vehícu­los funcionen, eso no me pone celoso, porque no conozco nada de automóviles, ni siquiera manejo uno. Acostumbraba a hacerlo, pero ahora maneja mi esposa.

Puede venir alguien a mi ciudad y diseñar un edificio hermoso y puedo realmente admirarlo, porque no sé nada de arquitectura. Bueno, conozco la diferencia entre una columna dórica, jónica y co­rintia y unas pocas cosas como esas, pero no podría diseñar una casa. Llega alguien a mi ciudad que puede cantar como un ángel, y estaría emocionado al escucharlo, porque yo no canto. Cuando era joven pertenecía a un cuarteto llamado Scrap Iron Four y cuando se deshizo fue una bendición para el mundo. Pero si llega alguien a mi ciudad que puede predicar un sermón mejor que yo, y hablar mejor por la radio de lo que yo puedo, y sobrepasarme en mi trabajo, entonces necesito la gracia de Dios para que realmente lo ame y lo alabe des­de lo profundo de mi corazón. Pero eso es lo que hemos de hacer. Ese es el predicador que deseo ser, el predicador que tengo que ser si voy a tener la bendición de Dios en su plenitud sobre mi obra y si soy un auténtico ganador de almas y si mis sermones van a ser realmente grandes, grandes con poder del cielo.

Mis queridos colegas, somos una pequeña multitud en este mundo. Somos un ejército pequeño y cada uno de nosotros necesi­ta apoyar a los demás. Y he descubierto que nunca se pierde nada por apoyar al compañero. Si hay alguna cosa que hace llorar a los ángeles, son los celos profesionales entre los predicadores. Oh, evi­temos eso por la gracia de Dios, y esa es la única manera cómo podemos escaparnos de ese asunto. Podría hablar largo y tendido de esto, porque tengo experiencia; pero he visto cómo Dios nos ben­dice cuando ponemos aparte los celos y mejoramos la imagen del colega. Hagan campaña en favor del compañero. Apóyelo. Lo pri­mero que usted debe saber es que se fortalecerá usted mismo; otros lo ayudarán.

George Whitefield y John Wesley crecieron juntos en la fe cristia­na. Ambos fueron a la Universidad de Oxford, ambos fueron miem­bros del «Club de Santidad», estuvieron en los primeros días del mo­vimiento metodista, y ambos fueron grandes predicadores. Probable­mente, Wesley enfatizaba más la verdad, mientras que Whitefield recalcaba los grandes sentimientos y emociones de la predicación. Se profesaban mutuo aprecio, pero comenzaron a surgir diferencias teológicas entre ambos. Wesley era un arminiano intransigente en su teología, y por el otro lado, George Whitefield llegó a ser un cal­vinista radical. Eso casi los separa, no tanto desde su propio punto de vista como del de sus amigos y enemigos que trataban de sepa­rarlos y causarles problemas. Bueno, de cualquier modo, aquellos dos hombres en cierta medida se separaron poco a poco. Llegó a in­terponerse entre ellos una pequeña susceptibilidad debido a su di­ferencia en teología.

Ahora bien, yo creo que ustedes y yo deberíamos ser capaces de diferir en algunas doctrinas y sin embargo amarnos mutuamente. Sencillamente no concibió condenar a alguien si no concuerda con­migo en cada punto de interpretación de la profecía. Personalmen­te soy de cuño antiguo en mi interpretación. Soy viejo y conserva­dor entre los conservadores, pero amo mucho a quienes no lo son. Creo que hemos de ser capaces de estar en desacuerdo en algunas cosas y seguir amándonos.

Bien, finalmente estas cosas dejaron de separar a Whitefield y Wesley se reconciliaron y su amistad perduró hasta el fin de sus vi­das. Los dos eran cristianos, hombres piadosos y no permitieron que ni siquiera sus desacuerdos teológicos interfirieran en su relación fraternal. Whitefield viajó por todo el mundo civilizado de su tiempo de un lado a otro a través del Atlántico en aquellos antiguos barcos de vela. Finalmente, en su último viaje a los Estados Unidos, se enfermó y murió en Newburyport, Massachusetts. Aquella noche había predi­cado un sermón, aunque apenas se sentía con fuerzas para estar de pie en el púlpito. Fue a su posada. Pero toda la gente lo siguió. ¡Era un gran predicador! La gente quería seguir escuchándolo, así que la multitud lo acompañó hasta la posada. Comenzó a subir las escale­ras hasta su habitación con una vela en la mano, pero se volvió y le predicó al pueblo hasta que se consumió la vela… Después fue arriba a su cama y murió aquella noche mientras dormía.


Cuando llegaron a Inglaterra las noticias, Wesley llevó a cabo un servicio fúnebre en la oficina central de Wesley en Foundry. Se reu­nieron allí miles de personas y lloraron. Wesley predicó un sermón conmemorativo en honor de su amigo George Whitefield. Al térmi­no de aquel sermón se le acercó una mujer, una de aquellas que había tratado de enfrentar a los dos predicadores. Oh, era una buena feli­gresa, fervorosa. Pero se ocupaba especialmente en la tarea de causar problemas entre esos dos hombres. Así que dijo:

Señor Wesley, ¿cree usted que va a ver a George Whitefield en el cielo?

Él inclinó la cabeza y dijo:

No, no creo que lo voy a ver.

Lo sabía, sencillamente lo sabía; a pesar de todas las cosas que usted dijo, lo sabía. Sabía que usted no creía que él se salvaría. Su pensamiento de que él nunca iría al cielo.

Entonces Wesley dijo algunas palabras es respuesta a ese comen­tario:

Espere un minuto. No ponga en mi boca palabras que no dije. Dije que no espero ver a George Whitefield en el cielo, y aquí está el porqué. Cuando yo vaya al cielo, espero que George Whitefield esté tan cerca del trono en todo su resplandor de gloria, que no voy a po­der acercarme lo suficiente como para verlo.

Esa fue la respuesta de un gran predicador al éxito y reputación de otro; ambos realmente grandes hombres, grandes en Dios, gran­des en su causa, y grandes en su amor por las almas. Pienso, amigos, que necesitamos más de ese espíritu entre nosotros. Necesitamos reconocer la seriedad y santidad de corazón de nuestro hermano aunque no podamos concordar con su arminianismo o calvinismo. Él es una criatura de Dios, un hijo de Dios. Es bueno recordar que «los que son mansos y humildes de corazón son los que promueven me­jor la causa de Dios» (El evangelismo, p. 458).

Y muy relacionado con esto, el verdadero predicador no puede te­ner falta de sinceridad. Es preciso que crea lo que enseña. Por supues­to, ustedes, siendo todos estudiantes saben de dónde proviene la pa­labra «sincero». Supongo que todos han estudiado un poco de latín. Pienso que todos los predicadores debieran estudiar un año o dos de latín. De otra manera, ¿cómo va a saber lo que realmente está di­ciendo en español? «Sincero» viene de sine cera, que significa «sin cera». En Roma algunos de los grandes fabricantes de muebles en los días de Cristo y en los días de Pablo descubrieron que había algu­nas empresas nada confiables que hacían muebles de madera bara­ta. Esos constructores de muebles llenaban las grietas y los agujeros de los nudos de la madera y partes carcomidas con cera y sencilla­mente los pintaban por encima. Uno nunca sabía que era barato hasta que se sentaba en una silla o se recostaba en una cama y se desplo­maba con él encima. Así que cuando las compañías que actuaban lealmente sacaban sus muebles hechos de roble sólido, o de cual­quier madera que usaran, le ponían una etiqueta que decía sine cera «sin cera».

Así que digo que un predicador debe ser «sin cera», no debe ha­ber un lugar en su carácter que esté lleno con la cera de su profesión y pintado por encima. Tiene que ser sine cera, «sincero». Ha de creer lo que predica. Si no lo cree, lo honesto es que lo admita y que deje el ministerio. Por lo menos podremos admirarlo como un hombre ho­nesto, alguien que no hace profesión de algo que no sostiene en su corazón. «No debe haber duplicidad ni claudicación en la vida del obrero.

 Aunque el error, aun cuando sea sostenido sinceramente, es peligroso para cualquiera, la falta de sinceridad en la verdad es fa­tal» (ibíd., p. 459).

¿Saben cuál es la cura para la falta de sinceridad? Privaciones, persecución, sufrimiento, crítica, pasarlo mal. Eso es lo que nos cura de la falta de sinceridad. Nos conduce fuera del ministerio o realmen­te nos pone en el ministerio. Esa es una razón por la que Dios per­mite que les pasen ciertas cosas a sus hijos. El hombre que no es sin­cero no se acerca resueltamente al fuego. No es alimento para los leones. Mucho antes de eso, se habrá mezclado entre la multitud de los incrédulos.

Como hombre, el predicador debe ser un hombre de fe. Tiene que irradiar fe. Nunca debe mostrar una sombra de duda. Está escrito en Hebreos 11: 6 que «el que se acerca a Dios, necesita creer que existe, y que recompensa a quien lo busca». Como eso es verdad, un predi­cador nunca ganará almas, a menos que predique con fe. Es por me­dio de la fe como entendemos y aceptamos la verdad, por medio de ella seguimos la senda de Cristo, nos arrepentimos, confesamos a Jesús como nuestro Salvador, llegamos a ser sus testigos, somos bauti­zados, y lo obedecemos. El predicador debe ser un gran creyente en las Escrituras. Entonces su predicación será poderosa. Es solamente la predicación bíblica la que ayudará hoy día a la gente.

El Dr. A. T. Pierson participó en la ordenación del Dr. Thomas C. Horton, y los que son de generaciones anteriores se acordarán de estos hombres. Y de paso, hablando del Dr. Pierson, todo lo que es­cribió vale la pena leerlo. Pueden encontrar algunas de sus obras en los puntos de venta de libros usados. Many Infallible Witnesses [Mu­chos testigos infalibles] es un libro pequeño excepcional. Bueno, cuando él participó en la ordenación del Dr. Horton, quien también llegó a ser un famoso predicador y escritor, dijo lo siguiente, con es­tas palabras poco comunes: «Usted es un ministro de la Palabra, y su gran obra es estudiar y exponer esa Palabra. Usted es un ministro de Jesucristo. La Palabra es fundamentalmente preciosa como el cofre- cito que encierra esas joyas preciosas. Usted es un ministro del Es­píritu Santo. La aplicación de la Palabra de Dios y la sangre de Cristo está totalmente comprometida con él. [Ese es el Espíritu Santo.] Hermano mío, usted debe ser un hombre de la Biblia, un hombre de Cristo, un hombre del Espíritu Santo». El Dr. Horton llegó a ser esa clase de hombre, un gran predicador y escritor de la fe cristiana. Creo que la descripción del Dr. Pierson es un hermoso cuadro de lo que debe ser un verdadero ministro del evangelio.

Y por eso le preguntamos a todos los que se están preparando pa­ra el ministerio, ¿es usted, según la luz y la fe, un hombre de la Biblia, un hombre de Cristo, un hombre del Espíritu Santo? Muy rara vez se elevará el pueblo más que sus pastores. Si sus ojos no están abier­tos a la Palabra, creyendo en las Sagradas Escrituras de tapa a tapa como la Palabra divina e inspirada de Dios, y si estamos viviendo en pecado conocido y en insinceridad, somos meramente como el ciego que trata de guiar al ciego. Los tales, dice el gran predicador que escribió 2 Corintios 11:13-15, « son falsos profetas, obreros frau­dulentos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y no es de extrañar, el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Así, no es extraño si también sus ministros se disfrazan de ministros de justicia. Pero su fin será conforme a sus obras». ¡Piense en esto! El apóstol Pablo ha­bla aquí de algunos que son ministros de Satanás. En estos últimos días muchos están siguiendo precisamente a semejantes falsos líde­res.

Debemos orar para que Dios libre a su pueblo de falsos minis­tros. Y estemos seguros, puesto que nuestra salvación depende de ello, que no estemos entre esos; que seamos sinceros, predicando la Palabra y sosteniendo la verdad en la medida de nuestras posibi­lidades.

Nadie puede predicar un mensaje entusiasta, dictado por el Es­píritu, a menos que tenga el Espíritu Santo en su corazón. Puede ser un buen actor, pero realmente nunca ganará almas y perseverar traba­jando para Cristo. Puede aparentar hacerlo por un tiempo, pero no durará mucho. Los mismos creyentes lo descubrirán muy pronto.

A menudo la fría formalidad ocupa el lugar de la piedad en nues­tras iglesias. Y, es triste decirlo, hay que culpar al ministerio por es­to. ¿Y por qué? Sus sermones son tibios. ¿Por qué son tibios? Porque los pastores no tienen fe en lo que predican. Es un hecho que si al­guien predica la Palabra de Dios habrá fruto de su predicación, aun cuando él mismo pueda ser desechado y tal vez no esté en la condi­ción de ser salvo.

Esto se ve en lo que hicieron los fariseos. Jesús una vez le dijo al pueblo que guardaran e hicieran lo que los fariseos les decían que hicieran, porque se sentaban en la cátedra de Moisés, pero que no hi­cieran conforme a sus obras. Estaban predicando la Palabra de Dios, y todo lo que predicaban de la Palabra de Dios por supuesto era ver­dad y tendría su efecto, pero el ejemplo de los predicadores era res­ponsable de dañar en alto grado su predicación.

Escuchen esto que está en Joyas de los testimonios, tomo 3, página 320: «Los sermones de algunos de nuestros ministros tendrán que ser mucho más poderosos que los que predican ahora, o muchos após­tatas [ella está hablando sobre el mismo predicador] oirán un men­saje tibio e indirecto que arrulle a la gente y la haga dormir».

Spurgeon dijo una vez: «Si ve que alguien de su auditorio se ha dormido, vaya y despierte... al predicador». Bueno, es verdad que al­gunas veces la gente se duerme en la iglesia por causa de enferme­dad u otra aflicción física; no pueden evitarlo. Pero la sierva del Señor está hablando aquí de la somnolencia espiritual. No es novedad que algunas personas estén espiritualmente dormidas, cuando algunos de nosotros, predicadores, estamos dormidos. Nuestros sermones son tibios, indirectos. Ningún hombre que mire a su alrededor el mundo actual y que crea con todo su corazón en la Palabra de Dios, puede predicar sermones tibios, insustanciales, a menos que sufra de al­gún grave problema de percepción. Cuando estaba llevando a cabo reuniones todas las noches en un viejo salón de baile que dominaba un lago al lado de Pikes Peak, se me pidió que predicara en la pequeñita iglesia de la comunidad. Había un hombre anciano con una larga barba blanca que venía y se sen­taba en el asiento de adelante, a poco más de cuatro pies (1,20 me­tros) de distancia de donde yo predicaba. Es como si lo estuviera vien­do ahora mismo. Tenía el ronquido más fuerte que el de nadie que yo haya conocido. Tan pronto como yo comenzaba a predicar, él em­pezaba inmediatamente a dormir. Ahora bien, estoy seguro que tra­bajaba al aire libre durante toda la semana y el pobre hombre estaba muy cansado para permanecer despierto, pero en realidad casi arrui­naba mis reuniones. Así que una noche me cambié hasta que me pu­se justo frente a él. No recuerdo de qué estaba predicando, pero fi­nalmente llegué a un lugar en el sermón donde dije que la iglesia es­taba dormida y tenía que «¡DESPERTAR!» Se sobresaltó tanto que saltó inmediatamente de aquel asiento y nunca más volvió a dormir en mis reuniones. Al día siguiente me trajo una docena de huevos y mantequilla. Entonces quedé avergonzado. ¡Pero aquello había sido una emergencia!

Así que es verdad que a veces la gente se duerme en la iglesia y no es culpa del predicador. Sin embargo, algunas veces sí es por culpa del predicador. ¿Oyó usted hablar alguna vez de un hombre que se durmió en el púlpito? Leo de Testimonios para la iglesia, tomo 2, pá­gina 303:

«Los hombres y las mujeres están viviendo en las últimas horas del tiempo de prueba, no obstante lo cual son descuidados e insensa­tos, y los ministros no tienen poder para despertarlos; porque ellos tam­bién están durmiendo». Piense en esto: ¡están durmiendo ellos mis­mos!

Me contaron de un adventista que en realidad se quedó dormi­do en el púlpito mientras estaba predicando. Estoy seguro de que es­taba enfermo y padecía algún trastorno físico grave. Había estado pre­dicando más o menos a una docena de queridas hermanas ancianas durante unos doce años, y no se observaba mucho cambio en ellas. Ya eran de los santos del Señor, y vivían de acuerdo con la fe lo me­jor que podían, y conocían la Biblia tan bien como él. Todas se ha­bían convertido. Se ponía en pie para predicarles y estaba tan can­sado que se apoyaba en el púlpito y comenzaba a hablar cada vez


más lentamente. Un día colocó la cabeza entre las manos vencido por el sueño y se quedó profundamente dormido justo allí en el púl­pito. El pobre hombre ahora ya descansa en Cristo. Era un buen hombre, pero en realidad ¡se durmió mientras predicaba!

No voy a censurarlo, pues sé que estaba enfermo; murió poco después. Pero es terrible que un hombre esté dormido espiritual- mente y no importa como hable, grite o ruja, si está dormido en su co­razón, la gente se echará a dormir. Esa cita dice algo más: «¡Predica­dores dormidos, que le predican a congregaciones dormidas!». Re­cuerden, eso fue escrito por alguien que sabía de qué estaba hablan­do. No deseo tener esta advertencia clavada en mi púlpito por la mano de algún ángel.

Si cualquiera de nosotros está dormido espiritualmente, nos lle­ga la palabra: «Despierta, tú que duermes, levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo» (Efe. 5:14). ¡Qué terrible estar dormido en la muerte espiritual en una era como la muestra, en un día como hoy, en un momento como este!

Ahora bien, para ser un verdadero ministro de Dios, un hombre debe creer que él lo ha llamado al ministerio. El ministerio es un lla­mamiento, no una mera profesión. Es una vocación, no una ocupa­ción menor. Es un llamamiento, una convocación, un compromiso existencial. La Biblia deja bien claro que es Dios quien llama, y que ese llamamiento es tan vital que sin el sentido de obligación que lo acompaña, ningún pastor tiene derecho a trabajar.

En 1 Corintios 12: 28 se afirma claramente que Dios puso en la iglesia apóstoles, profetas, y otros que tienen dones especiales. Y es­tá escrito que «nadie toma para sí esa honra, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Heb. 5:4). Nosotros nunca desarrollaremos el ministerio poderoso que necesitamos en este movimiento hasta que nos demos cuenta que Dios debe seleccionar y elegir a sus pro­pios obreros. Y un ministro tiene que estar absolutamente convenci­do de que ha sido llamado por Dios.

Debe recalcarse que todo pastor debería saber, como lo sabía Pablo, que está enrolado en la sagrada tarea del ministerio por voluntad de Dios. Es posible para un hombre albergar esta convicción, no a tra­vés de su propia voluntad, o la de sus padres o la de sus amigos. La voz interior del Espíritu de Dios, los eventos y las circunstancias providenciales que lo rodearon, lo guiarán. La dirección de Dios se manifiesta a menudo en la vida exterior, así como en la vida interior de las personas. La providencia de Dios con frecuencia lo guía de una manera especial en esos momentos.

De la sección, «Ministro del Evangelio», de la Review and Herald (10 de agosto de 1939, p. 8), cito lo siguiente:

En Life of Matthew Henry [Vida de Matthew Henry], página 34, en­cuentro un relato de su análisis de sí mismo en cuanto a considerar sus motivos para entrar en el ministerio. Se hizo seis preguntas a sí mismo, de la siguiente manera:

1.             ¿Qué soy yo? ¿He sido convencido de mi condición y me he hu­millado por mi pecado? ¿Me he entregado de todo corazón a Cristo? ¿Siento un odio real por el pecado, y un amor por la san­tidad?

2.            ¿Qué he hecho? ¡Tiempo malgastado! ¡Oportunidades perdidas! ¡Compromisos rotos! ¡Conversación improductiva! ¡Olvido de Dios y del deber!

3.            ¿Desde qué principios emprendo esta tarea? Tengo confianza en una convicción de la divina institución del ministerio, de la necesidad de un llamamiento divino, y de mi llamamiento a la obra; de sen­tir celo por Dios, y amar a las almas preciosas.

4.            ¿Cuáles son mis fines en esta tarea? No tomarla como una profesión para vivir, no alcanzar la fama en provecho propio, o mantener un tertulia; sino apuntando a la gloria de Dios, y al bien de las almas.

5.            ¿Qué deseo? Que Dios prepare mi corazón en dedicación a la ta­rea; que él esté conmigo en mi ordenación; que él me prepare para la tarea con los dones de conocimiento, lenguaje y pruden­cia, y con todas las gracias ministeriales en especial la sinceridad y la humildad, y que abra una puerta de oportunidad para mí.

6.            ¿Cuáles son mis resoluciones? No tener nada que ver con el pecado; abundar en la obediencia al evangelio, considerar mi voto de or­denación en el empleo de mis talentos, el mantenimiento de la verdad, la responsabilidad de mi familia, la supervisión de mi rebaño, y la capacidad de soportar la oposición».

Lo que voy a decir ahora, puede ser refutado, pero es lo que yo creo: Existe el peligro de que nuestro sistema actual de selección y formación pastoral haga más fácil que en el ministerio se ocupe a hombres que no han recibido un llamamiento auténtico. Hubo un tiem­po cuando solamente aquellos que tenían un celo ardiente y un deseo y convicción indestructibles de que debían ser predicadores finalmente superaban las aguas de dificultades, superaban los obs­táculos y forzaban su camino a través de las puertas para el servi­cio. Sin duda hay ventajas en el plan de práctica pastoral, pero nues­tros jóvenes candidatos deberían seriamente hacerse esta pregunta: « ¿He sido llamado por el Señor para esta tarea?» La seguridad de apoyo y la comparativa comodidad mientras transcurre el período de práctica puede ser una trampa.

Recuerden esto: Al pastor promedio las iglesias presbiterianas o metodistas o bautistas le espera una prueba más dura para entrar en el ministerio que la que enfrentan nuestros jóvenes; y de esa manera pueden probablemente desarrollar una personalidad más sobresa­liente. Tiene que resultar bueno o no come. Tiene que trabajar, tiene que aprender cómo predicar, o lo despiden. ¿Creen ustedes que los pastores de esas grandes iglesias presbiterianas no son hombres capa­ces? No se mantendrían en una iglesia más de treinta años si no lo fueran. No hay una comisión que los respalde o que los apoye con su influencia en alguna iglesia o Asociación poco dispuesta. ¡No señor! Esos hombres tienen que producir, tienen que desarrollarse. Algunos de ellos son grandes predicadores después de que han es­tado allí treinta y cinco años, y así también sus hijos. Escriben libros importantes que leen ustedes y yo. Estudian. Se desarrollan. Por su­puesto, sus energías no se disipan como se disipan algunas de nues­tras energías en demasiados asuntos. Se concentran en su ministerio.

Al considerar el llamamiento al ministerio debemos recordar que Dios nunca envía meramente un «mensaje»; envía a un «hombre». Su mensaje siempre está encarnado en un hombre. «Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan» (Juan 1:6). Observe, era un hom­bre. Dios lo llamó y Dios lo envió. Por supuesto, el hombre ha de te­ner un cierto talento para predicar, ya que de lo contrario Dios no lo habría llamado. Ha de tener el talento del habla, porque predicar es ha­blar. Dios no va escoger a un hombre mudo que no puede hablar, o a uno que tiene su lengua cortada y lo va a llamar al ministerio. Es­cogerá a un hombre que al menos pueda emitir algún sonido que entienda la gente. Debe tener alguna ayuda. Cuando Dios llama a un hombre, lo envía.

Juan, el gran predicador, dijo: «El hombre no puede recibir nada que no le sea dado del cielo» (Juan 3: 27). El apóstol Pablo se llama a sí mismo «apóstol, no de los hombres o por hombre, sino por me­dio de Jesucristo y de Dios el Padre, que lo resucitó de los muertos» (Gál. 1: 1). Él recibió un llamamiento, un llamamiento definido, un llamamiento divino. El profeta Jeremías fue llamado por Dios pero él no estaba dispuesto a ir, sin embargo porque Dios lo llamó, al fin fue (Jer. 1: 5-9). Aun antes de que naciera, Dios lo apartó para que fuera un profeta a las naciones. Recuerden esto, predicadores, Dios lo previo a usted, lo vio anticipadamente. Él lo ha pre-destinado a usted. Algunas veces nos vamos al otro extremo. No creemos en la predeterminación o predestinación, nunca predicamos sobre ese tema. Nos vamos al otro lado, al arminianismo, y mucho más lejos y dejamos a Dios completamente fuera del escenario. Pero la pre­destinación está en la Biblia, es decir, la predestinación de Dios. La Biblia nos habla mucho sobre ella. Hay una predestinación bíblica y es provechoso estudiarla y creerla. Lea el primer capítulo de Jeremías. Si usted es un verdadero predicador, el Señor lo ha predes­tinado, lo ha nombrado de antemano, lo ha llamado. En la visión, Isaías escuchó una voz que decía: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá de nuestra parte?» Entonces en consagración, Isaías respondió: «Aquí estoy, envíame a mí» (Isa. 6: 8).

Jesús mismo fue enviado por el Padre. Lo repetía una y otra vez (Juan 4: 24; 17: 3). Si Jesús fue verdaderamente enviado de Dios, así deben ser enviados aquellos que lo siguen como sus predicadores. Fue Lutero quien dijo: «Espera el llamamiento de Dios. Entretanto, queda satisfecho. Sí, aunque tú seas más sabio que Salomón y Daniel, a menos que seas llamado, evita predicar como evitarías el in­fierno». Eso es demasiado fuerte, pero esa es la forma en que lo expre­só Lutero. Si nuestro ministerio va a ser llevado a cabo en el nombre de Dios y para la gloria de Dios, ciertamente tiene que provenir de él.

Dios llama y Dios elige. Jesús eligió a doce y los ordenó. Pablo fue llamado un vaso escogido para llevar el evangelio a los judíos y gen­tiles por igual. Los hombres de Dios aún son elegidos, selecciona­dos, llamados. Eso no es todo. Si un hombre no es llamado y final­mente llega a darse cuenta de eso, debe dejar ese campo de trabajo y dedicarse a otra cosa. El pastor I. H. Evans dijo hace muchos años que el hecho de que un hombre figure en la planilla de pagos no es razón suficiente para que siga inscrito en ella el resto de su vida. Si no produce fruto [almas], es evidente para él y para todos que no fue llamado a ser predicador. Entonces, ¿por qué debe permanecer en la planilla de pagos y tomar el diezmo que debería ser usado por otro que haya sido llamado? He conocido hombres que considera­ron detenidamente este asunto, y dejaron la predicación, y como era gente valiosa se enrolaron en otra rama de la obra.

Algunas veces es una bendición cuando ciertos hombres dejan el ministerio. No estoy hablando de hombres que han cometido algún gran pecado que ha traído oprobio sobre ellos mismos y sobre la cau­sa, sino de aquellos que descubren que no fueron llamados.

Escuchen las palabras de Jeremías sobre algunos hombres que pretendían ser profetas o predicadores en aquellos días: «Yo no en­vié a esos profetas, y ellos corrieron. No les hablé, y ellos profetiza­ron» (Jer. 23: 21). El versículo siguiente declara que si hubieran esta­do en el secreto de Dios, habrían proclamado al pueblo sus palabras y los hubieran hecho volver de su mal camino. Como ven, allí ha­bría habido fruto de su predicación. ¿Por qué? Porque Dios está allí para apoyar su Palabra y bendecir su Palabra. «¿Soy yo Dios solo desde hace poco, dice el Señor, y no Dios desde hace mucho?» (vers. 23). ¿No les daría fruto a esos hombres si predicaran su Palabra?

Podemos estar seguros de que si no hemos sido llamados y esta­mos tratando de ejercer el ministerio de Dios, él lo sabe. «"¿Se ocultará alguno, dice el Señor, en escondrijos donde yo no lo vea? ¿No lleno yo cielo y tierra?", dice el Señor» (vers. 24). Lean el resto del capítulo. Es un capítulo tremendo para los predicadores y debería ser una ad­vertencia para los que no han sido llamados al ministerio, para que salgan de él antes de que sea demasiado tarde, y para todos aquellos a quienes Dios ha llamado para que permanezcan en él, para que si­gan ahí con toda su alma y toda su mente y todas sus fuerzas.

Después, lean el capítulo 13 de Ezequiel: «Hijo de Adán, profeti­za contra los profetas de Israel que profetizan de su propia cuenta, diciendo: 'Oíd Palabra del Señor'". Así dice Dios el Señor: "¡Ay de los profetas insensatos que andan en pos de su propio espíritu y na­da vieron! [...]. Vieron falsas visiones y adivinación mentirosa. Dicen: 'Dijo el Señor', y el Señor no los envió"» (vers. 2-6). Aunque se aplicó particularmente a los profetas de entonces, el principio ciertamente se aplica ahora.

Así que hay algunos hombres que han sido llamados por Dios pero que no han aceptado el llamamiento. Lo han rechazado; no lo han querido aceptar; lo encontraron demasiado difícil. No había su­ficiente honor, ni suficiente gloria, ni suficiente salario, ni suficiente de esto o de aquello; o habían sido tímidos y tenían temor de salir. No estemos tampoco en esa clase. Si Dios nos ha llamado, no permi­tamos que nada nos impida seguir ese llamamiento.

Hace irnos pocos años, tres pastores bien conocidos en la Iglesia Presbiteriana fueron llamados a la cabecera de la cama de su herma­no, un famoso cirujano, que se estaba muriendo. Había tenido una carrera honrosa y se había desarrollado hasta el tope en su profesión. Se había asegurado buenas entradas financieras y tenía un hogar feliz. Era cristiano y anciano en la iglesia, pero en su lecho de muer­te le confesó a sus tres hermanos pastores que cuando ellos fueron llamados al ministerio, él también recibió el llamamiento, pero lo había rechazado; no tenía el valor o la fe, o por alguna otra razón no entró al ministerio. Dijo: «Dios me ha bendecido a pesar de mi negli­gencia del deber, pero sé que mi plena felicidad podría haber venido si solamente hubiera aceptado el llamamiento divino que me vino a mí como les llegó a ustedes».

Joven, si Dios lo ha llamado, siga adelante por fe. No permita que nada lo mantenga fuera del ministerio, ni la mofa, ni el temor ni la timidez. Nada sobre la tierra, ni hombre ni demonio debería im­pedirle entrar en él.

Entonces, hay algunos que no han sido llamados o elegidos por Dios para ser predicadores de su Palabra, pero que piensan que han sido llamados. Esto queda pronto patente para otros, si no lo es para ellos mismos. Alguno se preguntará: «¿Cómo puedo saber si he sido llamado?» Puede estar seguro de que usted sabrá si Dios lo llama. Tiene mil formas de hacer que su llamamiento sea reconocido, por medio de impresiones directas, por medio de palabras de amigos o enemigos, por medio de la lectura, por medio de las Sagradas Escri­turas, por muchos medios.

Según yo lo entiendo, el llamamiento al ministerio es triple: Pri­mero, el hombre llega a creer que Dios lo ha elegido y que desea que haga esa obra. Segundo, comienza a tener frutos en su vida; es decir, los resultados llegan a ser manifiestos. «Por sus frutos los conoce­réis». La antigua prueba del huerto, es una señal segura. Comienza a dar estudios bíblicos. Habla a las personas sobre las necesidades, y los pecados de ellas, y ora con ellas. Lo primero que usted reconoce, es que alguien se convierte. Tiene a alguien listo para el bautismo. Comienza a llevar almas a Cristo. Tercero, la iglesia reconoce su lla­mamiento y es separado para predicar.

Algunas veces hay jóvenes que vienen a mí y me dicen: «Dios me ha llamado al ministerio, pero nadie me emplea; por lo tanto no puedo ser pastor, no puedo predicar». Mi amigo, no sé cómo puede ser cierto. Si Dios desea que yo sea un ministro, si Dios me ha elegido, si Dios me ha llamado y yo estoy dispuesto a aceptar su llamamien­to, y por medio de la oración y la meditación rindo finalmente mi vo­luntad a él para ser un predicador para Cristo, eso no significa que voy a recibir salario inmediatamente o que seré designado para pre­dicar por alguna organización. Pero si Dios me ha llamado realmen­te, comenzaré a predicar, comenzaré a enseñar la Palabra de alguna manera, dando estudios bíblicos, proclamando la verdad de la Biblia, y ganando almas. Llevaré una cosecha de frutos. Dios tendrá cuida­do de mí. Él siempre paga a sus obreros. ¡No lo olvide!

La mensajera del Señor declara: «Vi que Dios había dado a sus ministros el deber de decidir quién reunía las condiciones necesa­rias para la obra sagrada; y juntamente con la iglesia y las señales manifestadas por el Espíritu Santo, debían decidir quiénes debían ir y quiénes estaban descalificados para ir. Vi que si la tarea de decidir quiénes estaban suficientemente calificados para llevar a cabo esta gran obra se dejaba librada a unas pocas personas, como resultado se producirían confusión y distracción en todas partes» (Testimonios para la iglesia, 1.1, p. 191).

En California, cuando yo estaba teniendo reuniones en una car­pa, necesitaba un joven para que actuara como vigilante. Había allí un muchacho joven que atendía una gasolinera, pero tenía poca forma­ción cultural, y ¡como destrozaba el inglés cada vez que abría la bo­ca! Pensé que serviría para ese trabajo, así que fui al presidente de la Asociación para encargarme de conseguirlo. El presidente lo co­nocía y me dijo que ese joven había estado detrás de él por un buen tiempo, tratando de tener una oportunidad para predicar. Y el presi­dente me dijo: «Cualquier cosa que usted haga, no anime a ese joven para que predique. Nunca será un predicador». Bueno, no sé; no soy omnisciente. Si Dios llama a un hombre usted no puede detenerlo.

Empleamos a ese joven para que cuidara la carpa. Un día me con­fió el hecho de que Dios lo había llamado para predicar. Confieso que llevé al extremo mi fe para creerlo, pero le dije: «Bueno, le voy a decir una cosa. Si usted realmente cree eso, mañana por la mañana después de que haya dejado completamente limpio todo, cierre las puertas de la carpa para que nadie pueda entrar. Después, póngase de pie en el púlpito y tome el libro de Job y léalo en alta voz, de tal manera que la anciana señora Murphy que se sienta en la fila de atrás pudiera escu­char cada palabra que usted pronuncie. Y si no entiende alguna pala­bra, búsquela en el diccionario. Lea de manera clara, distinta, cuidado­sa y lentamente. Hágalo de manera que pueda leerlo sin cometer un error; después venga y véame».

Le llevó más o menos una semana leer el libro de Job. Después le hice leer el libro de Jeremías, y el libro de Isaías, de la misma manera. La literatura más sublime que existe en el mundo es el libro de Job y después el libro de Isaías.

Les digo amigos, en resumidas cuentas, ese joven es ahora pas­tor ordenado y su nombre está en el Yearbook. Lo consiguió leyendo la Biblia en alta voz en aquella carpa hasta que llegó al lugar donde podía hablar de manera clara, distinta y comprensible. La mitad de nosotros los predicadores no podemos leer, en todo caso, no en público. No sabemos cómo leer la Biblia. Somos muy descuidados y confusos y todo lo demás, y tengo razón, juntamente con ustedes. Si pueden leer la Biblia en voz alta claramente, tienen una buena base para llegar a ser predicadores.

Muy bien, ¿cuál es el llamamiento al ministerio? Ahora debo apre­surarme, porque mi tiempo casi se ha consumido y no voy más que por la mitad. El llamamiento al ministerio tiene, según lo entiendo yo, tres fases: Primero, es la convicción en el corazón del hombre mis­mo; segundo, una cosecha de frutos; tercero, el reconocimiento de la iglesia.

Si un hombre tiene la convicción de que Dios lo ha llamado al ministerio, conseguirá el reconocimiento de la iglesia de alguna ma­nera. Dios tiene mil formas de otorgársela. Y el hombre lo cree con­tra viento y marea. No importa lo que la gente pueda decir o hacer, él sabe sencillamente que ha sido llamado. Lo conoce por medio de la Palabra de Dios, con el mensaje distinto del Espíritu Santo a él, y de varias maneras. Después, comienza a trabajar, dando estudios bí­blicos, orando con la gente, y alguien se convierte. Este joven consi­gue que se convierta la gente, los lleva a Cristo. Tal vez usted tiene una oportunidad para ir a una campaña en carpa o a algún otro lugar. En toda oportunidad que tenga de predi­car a Jesucristo, predíquelo. Sea maestro de la Escuela Sabática, ha­ga cualquier cosa que le pidan y Dios le dará la cosecha de frutos. La iglesia reconocerá ese llamamiento y sus convicciones cuando vean los frutos. Entonces lo enviarán al mundo y le darán su reconoci­miento. Pero primero debe haber una cosecha de frutos.

La primera cosa que ha de hacer un joven es reconocer que ha si­do llamado. La prueba de ese llamamiento no está en su formación cultural; no está en las penurias que soporte; no está en los sacrificios que haga. Está en la cosecha de frutos de su trabajo por las almas. El apóstol Pablo dijo que la gente a quién él había traído a Cristo eran la prueba de su apostolado (1 Cor. 9:1, 2).

No espere sin embargo, que lo vayan a poner en alguna gran igle­sia con un buen salario. Tal vez tenga que salir a algún lugar duro y probar su ministerio, conducir estudios bíblicos, predicar por las ca­sas, como hicieron los apóstoles, y hasta en las esquinas de las calles. ¿Han predicado alguna vez en la esquina de una calle? ¿Saben cómo predicar y mantener la atención de una multitud que pasa? Sería una buena cosa, me parece a mí, si cada uno de nuestros pastores jóvenes tuviera que pasar por esa experiencia y aprender cómo pre­dicar al aire libre ante una multitud. Haga la prueba. Es una de las mejores enseñanzas del mundo, ¿verdad, hermano Anderson? Yo lo he hecho. Les digo amigos, una cosa que no harán. No lo harán co­mo yo lo estoy haciendo, hablando de un manuscrito. Ni siquiera hablarán de notas. No señor. No memorizarán algo y luego lo reci­tarán. No señor. Tendrán un mensaje fervoroso que saldrá de su co­razón. Mirarán a sus oyentes directamente a los ojos, si no, no man­tendrán su atención ni por un minuto. Porque sencillamente, toda la gente circula. Ustedes aprenderán realmente algo en cuanto a pre­dicar, cuando lo hagan en la esquina de una calle. Es bueno para us­tedes; todos los pastores tendrían que hacerlo unas cuantas veces.

Así que si usted piensa que ha sido llamado y la iglesia aún no ha reconocido su llamamiento, salga y demuestre su ministerio por su vi­da consagrada y la ganancia de almas para Cristo. Los nuevos miem­bros son la prueba principal. Muchos laicos lo están haciendo mejor que algunos pastores en la ganancia de almas. Me parece a mí que cada uno de nosotros los pastores deberíamos reflexionar cuidadosamente sobre ello y mirar dentro de nosotros mismos y cambiar nuestros métodos o cambiar de trabajo.

Si la Asociación no tiene suficiente dinero para emplear al joven que siente que ha sido llamado al ministerio, por qué no puede decirle: «Aquí hay un pueblo o un barrio, es un pueblo en tinieblas, vaya allí y predique. Lo alentaremos y lo apoyamos en todo lo que podamos, pe­ro no podemos pagarle un salario. Si Dios desea que usted predique, muy bien, salga y predique allí; consiga que la gente acepte la verdad. Consiga que envíen sus diezmos a la Asociación y en unos tres años usted puede recolectar suficiente como para que se le pague un salario. Y entonces, nos encargaremos de usted». ¿Por qué no podemos hacer eso? Hemos iniciado pastores auténticos de esa manera. Algunos de ellos saldrán y conseguirán gente que entregue sus diezmos y los en­víe a la Asociación y la Asociación le enviará a los jóvenes un cheque. Creo que cualquier joven que pueda conseguir su salario mediante el diezmo en dos o tres años de trabajo sería digno de ser aceptado co­mo obrero. Creo que algo semejante a esto se va a hacer alguna vez.

Muy bien, hay una cosa segura. Dios nunca lo llamará al ministe­rio si usted no puede predicar. He oído a pastores que eran cualquier cosa menos elocuentes, pero que podían ganar almas, que tenían la elocuencia de la fe, una elocuencia de integridad y amor que nada pudo resistir.

Usted no puede llegar a ser un buen pastor simplemente por lle­gar a ser un experto en teología, una maestro en homilética, un gran teólogo. Usted por la gracia de Dios, debe proponerse ser un cristia­no honesto, la única norma del Nuevo Testamento.

Recuerde, usted mismo forma parte de su llamamiento al minis­terio. Debe poseer cierto talento para hablar, sino Dios nunca lo ha­bría elegido para proclamar su Palabra. El llamamiento es «Id, pre­dicad», pero usted va y predica con lo que usted es. Predica usted mismo, porque el hombre es el sermón, mucho más de lo que uno se da cuenta. Dijo Jesús: «Así alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo» (Mat. 5:16). Debe brillar su luz. Jesús brilla a tra­vés de usted. La luz debe estar en usted y Dios obra por su medio. La vanidad, la ambición y el orgullo algunas veces se revisten con las vestiduras de la oratoria y se encajan como ángeles de luz sobre más de un predicador. Es importante el carácter personal del predicador. Ahora bien, Beecher nos advierte que «una parte de su prepara­ción para el ministerio cristiano consiste en una maduración tal de su disposición que ustedes mismos serán ejemplos de lo que predi­can». Usted debe ser un «hombre modelo».

Su llamamiento al ministerio en parte consistirá en que usted ten­ga aquellas cualidades que lo harán un buen pastor: buen tempera­mento, ciertamente buena salud y seriedad moral. Asegúrese de que es Dios quien lo llama y no alguna madre amante que desea que su muchacho sea un predicador, o su padre, o un profesor, o algún otro ser querido. Esté seguro que es Dios quien lo llama.

Citaré de nuevo de las Yale Lectures, que realmente son maravi­llosas: «Cuando Dios llama con voz muy potente en el momento de su nacimiento», continúa Beecher, «permaneciendo en la puerta de la vida, y dice: "Cuarto de hombre, preséntate", ese hombre no es el mi­nistro: "Mitad de hombre, preséntate". No, eso no hará a un predica­dor. "Hombre completo, preséntate". Este es usted». El que va a ser un verdadero ministro cristiano tiene que ser un hombre completo.

Además de todas las cualidades espirituales y morales, un hom­bre que entra en el ministerio debería tener sentido común. No puedo explicar lo que es el sentido común en la forma en que gene­ralmente lo entendemos. Usted puede ser un orador brillante y bue­no, pero si no tiene sentido común, no entre al ministerio.

Hay un relato de un joven que estaba justo a punto de dejar su hogar en uno de los valles de Escocia para ir a Edimburgo y estudiar para ser pastor de en la nueva iglesia. Por supuesto, usted recuerda la división en la vieja iglesia del estado en Escocia, la kirk [iglesia], llamada así en Escocia. Las personas a las que no les gustaba la frial­dad de la vieja iglesia del estado, se fueron y construyeron algunos sencillos lugarcitos de culto y se llamaron a sí mismos la Free Kirk [Igle­sia Libre]. La gente de la vieja iglesia llamaba a la Iglesia Libre: «La capilla, la iglesia sin campanario».

«Sí», respondían los miembros de la Iglesia Libre, «la vieja igle­sia, la iglesia fría, la iglesia sin gente».


Bueno, este joven iba a ser predicador en la nueva iglesia. Antes de que partiera para Edimburgo, su abuelo lo llamó a un lado y le dijo: «Jamie, tú vas a ser pastor, y hay tres cosas que necesitas para serlo. Lo primero que necesitas por encima de todo es la gracia de Dios; segundo, necesitarás conocimiento; y tercero, te hará falta sentido común. Ahora, si necesitas la gracia de Dios puedes orar por ella. Si necesitas conocimiento, puedes estudiar para tenerlo. Pero si no tie­nes sentido común, regresa a casa, Jamie, y quédate allí; porque ni Dios ni el hombre te lo pueden dar». El consejo es mejor de lo que parece. Hay en el ministerio una gran necesidad de eso que llama­mos sentido común.

El trabajo de pastor no es tarea fácil. Algunas veces asume la di­rección de una gran iglesia. Algunas veces incluso una pequeña iglesia lo mantiene más ocupado de lo que podemos imaginarnos. La igle­sia tiene departamentos, posiblemente una escuela de iglesia. Esto exi­ge muchísima sabiduría y capacidad y paciencia en las relaciones so­ciales y la administración, de manera que el pastor también llegue en cierta medida a ser un ejecutivo. En el púlpito debe ser más o menos un orador. También es maestro, pero es más que maestro. Un maestro presenta hechos, e insiste sobre ellos, y los clarifica. Un maestro está ahí para ver que sus alumnos conozcan. Pero no es suficiente simple­mente conocer. Un predicador no solo debe conocer y enseñar hechos, sino que él tiene que ser; y tiene que enseñar la verdad y proclamar la verdad de tal manera que otros puedan no solamente conocer, si­no llegar a ser. Esa es la diferencia entre enseñar y predicar.

Se dice del cincel de Miguel Ángel que cada golpe que daba sa­caba a la luz el ángel que estaba en el mármol. Así debe ser con el pre­dicador: cada uno de sus sermones debe ser un golpe, sacando a luz la figura oculta de Cristo y la imagen de su vida para vivir en los co­razones de aquellos que escuchan al predicador. Su obra no consis­te en ningún proceso evolutivo interminable, sino que cada mensa­je que trae del Libro de Dios a los oídos de los hombres y mujeres debe sonar con: «Ahora, ahora, hoy; este es el momento para ser se­mejante a Cristo; este es el momento de tomar decisiones; este es el día de la decisión». El predicador debe recordar que la Palabra de Dios si se queda solo en un libro no es más que letra muerta. Debe vivir en el predicador de manera que pueda vivir en el oyente. La ver­dad debe ser una parte de nosotros para que se convierta en un poder que no tendría si únicamete se lee como cualquier otro libro. Necesi­ta ser leída, sí, porque el apóstol Pablo razonaba «basándose en las Escrituras» (Hech. 17: 2).

Recuerden siempre que lo que está en el pozo de nuestros pensa­mientos saldrá en el balde de nuestra conversación. Finalmente, saldrá lo que somos realmente. Si voy a ser un predicador genuino, no solo debo ser capaz de proclamar el mensaje de Dios en el púlpito, sino que debo vivirlo en mi hogar. Mi esposa y mis hijos e hija han de sa­ber que yo creo y vivo el mensaje que predico. Cuando me situó tras el púlpito y veo a mi esposa sentada allí en el banco, y ella me mira, deseo ser capaz de volver a mirarla y saber que ella está pensando en lo profundo de su corazón: «Él cree todo lo que dice. Lo sé. Vivo con él. Lo conozco. Ora conmigo y habla conmigo en el hogar y sé cómo vive». Mis amigos, si mi esposa no cree que yo soy un hombre de Dios, sin­cero y honesto, entonces no soy cristiano. Deseo que mis hijos sean capaces de decir: «Bueno, papá tiene bastantes defectos; hace esto y hace aquello. Pero hay una cosa cierta, es sincero. Y si puedo ser un cristiano como papá, entonces quiero ser cristiano». Eso es lo que de­seo que digan. No hay recompensa más grande en este mundo para el predicador que sus propios hijos e hijas, cuando lo escuchan predi­car o ven su vida en el hogar, se levanten y lo llamen bienaventura­do. También su esposa conoce todos sus defectos, pero los pasa por alto. Dios bendiga a esas esposas que viven con nosotros, seres imper­fectos, aun siendo pastores, tomando todo lo que tienen que tomar de nosotros, y sentándose silenciosamente entre el público cuando po­drían arruinar cada sermón levantándose y contando todos nuestros defectos. Pero no lo hacen. Su esposa sabe si usted es sincero.

Ser un hombre de Dios, con el mensaje de Dios, del Libro de Dios, para predicar al pueblo de Dios en el día de Dios, ese es el ideal; eso es lo que todos debemos ser, y lo que deseamos ser, que aquellos que nos conocen mejor puedan ser capaces de decir cuando escuchan nuestra predicación: «Eso enternece mi corazón. Sé que cree eso por­que lo vive». Nuestros oyentes pueden decirlo, sea que vivan o no vi­van en nuestra casa.

Si alguien no vive el mensaje que predica, llegará el día cuando será revelado al mundo. Será como fue aquel día cuando los hijos de Esceva, en un intento para expulsar espíritus malos, usaron el nom­bre del Señor Jesús, diciendo: «"Os conjuro por Jesús, al que predica Pablo". Los que hacían esto eran siete hijos de cierto Esceva, jefe de los sacerdotes. Pero el mal espíritu replicó: "Conozco a Jesús, y sé quién es Pablo, pero vosotros, ¿quiénes sois?" Y el hombre en quien estaba el mal espíritu, saltó sobre ellos, y dominándolos, pudo más que ellos, de modo que huyeron de aquella casa sin ropa y heridos. Y esto fue conocido por todos los habitantes de Éfeso, tanto judíos como griegos. Y el temor se apoderó de todos, y magnificaban el nombre del Señor Jesús» (Hech. 19:13-17).

Cuando niño pasé muchos días en la casa de mis abuelos mater­nos. Mi abuela era una gran lectora de la Biblia. Podía leerla y le da­ba vida ante nuestros ojos. Más de una vez le escuché leer este texto y me tentaba la risa mientras ella lo leía. Describía la situación y po­día verla, y la puedo ver ahora. Esos pomposos exorcistas ocupaban una posición social prominente, eran hombres orgullosos, egoístas, que tenían a la gente en sus manos. Pero repentinamente, todo cam­bió. Un hombre puso a siete de ellos en desordenada fuga. Así que, como correspondía, fueron puestos en evidencia.

Podemos usar el nombre del Señor Jesús, incluso como lo usaron esos hombres, como un talismán, un exorcismo, una fórmula mági­ca; pero llegará el día cuando nuestra impotencia, la aridez de nues­tras vidas, nuestros pretensiones sin apoyo al liderazgo espiritual, todo será barrido, y los demonios de nuestro orgullo y necedad se reirán de nosotros hasta el desprecio. Mis queridos colegas, mire­mos nuestro ministerio como una llamamiento elevado y sagrado. Veamos que en él y en nuestras vidas el Señor Jesús sea glorificado.

Se cuenta la historia de un predicador en Carolina del Norte que vivió en los días cuando los predicadores itinerantes eran hospeda­dos gratis en los hoteles. Este predicador, se presentó en un hotelito en una pequeña aldea en una región apartada y disfrutó allí de la hospitalidad por varios días. Quedó sorprendido cuando al marchar, el posadero le presentó una factura.

¿Cómo? dijo—, pensé que a los predicadores los alojaban gratis.

Desde luego dijo el posadero—, pero usted llegó y comió sus comidas sin pedir la bendición. Nadie lo ha visto a usted con una Biblia. Fumó los puros más grandes que hay en este lugar. Habló de cualquier cosa menos de religión. ¿Cómo sabemos que usted es un predicador? Usted vive como un pecador, y ahora tendrá que pagar como los pecadores.

Puede causarnos risa, pero ¿no creen que es lo que nos va a suce­der a nosotros si no prestamos atención? No permita Dios, que el Gran Juez tenga que decir de nosotros: «Usted vivió igual que los pecadores, y ahora tendrá que estar con ellos». Esto es algo para que pensemos, ¿verdad? Hemos de tener un sentido de misión, una mi­sión suprema. Hemos de tener el valor de decir: «No».

Cuando el Dr. Jowett, uno de los famosos predicadores del siglo XIX vino de Inglaterra y trabajó en Nueva York durante casi diez años, sintió que especialmente aquí en los Estados Unidos los pas­tores estaban disipando sus energías y su tiempo en cosas sin im­portancia, dijo que necesitaban un sentido de misión, una misión suprema. El mismo Dr. Jowett tenía esto. No era fácil para nadie dis­traer su atención. Vio claramente que había una carretera principal para que viajara por ella, y rehusó en todo momento ser desviado o apartado a otros caminos. Tuvo el valor, que muchos de nosotros no tenemos de decir «No» a muchas comisiones que lo visitaron y a to­das las invitaciones y tentaciones que amenazaban disipar sus ener­gías. Su obra no fue extensa, pero fue impresionante, y por su ministe­rio dejó claro que la impresión del ministerio de cualquier hombre es­tá generalmente en razón inversa a la extensión de sus actividades.

Reiteradamente advirtió a los pastores aquí en los Estados Uni­dos contra el peligro que él creyó que era nuestro pecado dominan­te, y puede ciertamente serlo, de entregarnos a demasiadas activi­dades ajenas al ministerio. Tratamos de hacer un poco de cada cosa que hace todo el mundo; por lo tanto, no hacemos nada bien. Al dirigirse a un grupo de pastores, dijo: «Estoy profundamente con­vencido que uno de los peligros más grandes que acosa al ministe­rio de este país es una dispersión inquieta de energías sobre una mul­tiplicidad sorprendente de intereses que no deja margen de tiempo o fuerza para una comunión receptiva y absorbente con Dios». Añadió que lo más sensato y provechoso que debemos hacer, al me­nos muchos de nosotros, es desprendernos de un buen número de asuntos en los cuales no tenemos responsabilidad directa. No tienen valor permanente, no sirven a ningún propósito necesario, y solo disipan energías que debieran ser consagradas a la tarea a la cual hemos sido llamados y para la cual fuimos ordenados.

Aquí están las doce reglas de Wesley para los pastores metodis­tas. Podría ser bueno para nosotros examinarlas de arriba abajo cui­dadosamente.

 

1.             Sea diligente. Nunca esté desocupado. Nunca esté ocupado en trivialidades. No se dedique jamás a «matar» el tiempo, ni gaste más tiempo en ningún lugar del que sea estrictamente necesario. Sea formal. Que su lema sea "Santidad al Señor". Evite toda li­viandad, bromas, y la conversación necia.

2.            Converse escasa y cautelosamente con las mujeres, particular­mente con mujeres jóvenes.

3.            No dé ningún paso hacia el matrimonio sin solemne oración a Dios y en consulta con sus hermanos.

4.            No crea nada malo de nadie a menos que esté plenamente pro­bado; y fíjese muy bien en cómo lo cree. Haga la interpretación más positiva posible en todos los casos. Usted sabe que se supo­ne que el juez siempre está al lado del acusado.

5.            No hable mal de nadie, si no quiere que sus palabras sean como la carcoma o el cáncer. No diga nada de nadie mientras no haya hablado antes con la persona implicada.

6.            Dígale todo lo que usted pensó mal de él, con cariño y claramen­te, y tan pronto como pueda; de otro modo eso amargará su pro­pio corazón. Dese prisa en arrojar el fuego fuera de su pecho.

7.            No se alie únicamente con el poderoso. Un predicador del evan­gelio es el siervo de todos.

8.            No se avergüence de nada sino del pecado; ni aun de lustrar los zapatos cuando sea necesario.

9.            Sea puntual. Haga cada cosa exactamente a tiempo. Y no enmiende nuestras reglas, sino obsérvelas, y eso por causa de la conciencia.

10.          Usted no tiene nada más que hacer que salvar almas. Por lo tan­to gaste y sea gastado en esta obra. Y vaya siempre, no solamen­te a aquellos que lo necesitan, sino a aquellos que lo necesitan más a usted.

11.          Actúe en todo, no de acuerdo a su propia voluntad, sino como un hijo en el evangelio, y en unión con sus hermanos. Como tal, es su obligación emplear su tiempo como lo orientan nuestras reglas; en parte en la predicación y en hacer visitas de casa en casa, en parte en la lectura, meditación y oración. Por encima de todo, si trabaja con nosotros en la viña de nuestro Señor, es nece­sario que cumpla con la parte de la obra que le encomiende la Asociación, en el momento y el lugar que ellos juzguen más im­portantes para la gloria de Dios».

Observe, no es su deber predicar tantas veces y cuidar meramen­te de este o de aquel segmento de la sociedad, sino salvar tantas almas como usted pueda, llevar tantos pecadores como pueda al arrepentimiento, y, con todo su poder, establecerlos en aquella santidad sin la cual nadie verá al Señor. Y recuerde, un pastor metodista debe considerar cada punto, grande o pequeño, a la luz de la disciplina me­todista. Por lo tanto, necesitará toda la gracia y el sentido que tiene, y estar siempre alerta.

En la actualidad se habla mucho sobre el ciudadano común y co­rriente, como esto y aquello debe ser hecho para ese ciudadano. Pe­ro Dios está exigiendo «ciudadanos» poco comunes. Si usted se enfer­ma, necesita el mejor médico; si su automóvil falla o se avería, nece­sita el mejor mecánico. Si entramos en guerra, necesitamos el mejor almirante, el mejor general. Herbert Hoover dijo una vez: «Nunca me encontré con un padre o una madre que no desearan que sus hijos crecieran para ser hombres y mujeres extraordinarios». Ojalá que siempre sea así. Continuó diciendo que el futuro del país no descansa en la mediocridad sino en la renovación constante del li- derazgo en cada fase de nuestra vida nacional.

Así es con el ministerio cristiano. Dios está buscando hombres ex­traordinarios, extraordinarios en su consagración, extraordinarios en su entrega al poder del Espíritu Santo, extraordinarios en esperanza y fe, extraordinarios en su dominio de las Sagradas Escrituras.

Alguien escribió lo que sigue en cuanto al pastor y su tarea. Es­toy citando de la Review and Herald (2 de agosto de 1956):

«Si es joven, le falta experiencia. Si su cabello es gris, es demasia­do viejo. Si tiene cinco o seis hijos, que tiene muchos; si no tiene nin­guno, que está dando mal ejemplo. Si al predicar usa notas, que tie­ne sermones enlatados y es seco; si improvisa, que no es profundo. Si es atento con el pobre, está actuando para impresionar a la gente; cuando lo es con el rico, está tratando de ser un aristócrata. Si usa muchas ilustraciones, descuida la Biblia; si no usa, no es claro. Si con­dena lo malo, es un intolerante; si no lo condena, es cómplice del mal. Si predica una hora, es rollista; si predica menos, es holgazán. Si pre­dica la verdad, es ofensivo; si no la predica, es un hipócrita. Si fraca­sa en agradar a todo el mundo, está lastimando la iglesia; si agrada a todos, no tiene convicciones. Si predica sobre el diezmo, es un aga­rrado al dinero; si no predica sobre el diezmo, está fracasando en desarrollar a la gente. Si recibe un gran salario, es un mercenario; si recibe un salario pequeño, demuestra que no es digno de más. Si pre­dica todas las veces, el pueblo se cansa de escuchar siempre al mismo; si invita a otros predicadores, está evadiendo la responsabilidad. Y luego dirán que el pastor se la pasa bien».

Esto parece divertido cuando ustedes lo leen, pero no es tan di­vertido cuando lo experimentan. Cualquiera puede criticar, y casi to­do el mundo lo hace en un momento u otro. El diablo era el acusador de los hermanos, pero algunos de los hermanos siempre están acu­sando. Nunca seremos capaces de satisfacer a todo el mundo, y algu­nas veces, aparentemente a nadie. Pero, queridos colegas, deberíamos ser muy fervorosos cada día y siempre tratar de satisfacer a nuestro Señor, el Único que nos ha llamado a predicar. Piense en las grandes responsabilidades que llevamos, como las encuentro en este poema copiado con la letra de mi madre, que llevo en mi Biblia:

Somos la única Biblia que leerá /un mundo negligente;

somos el evangelio del pecador,

/somos el credo del burlador;

somos el último mensaje de Dios,

/proclamado de palabra y con los hechos.

¿Qué ocurriría si la letra estuviera torcida?

¿Qué ocurriría si la impresión estuviera borrosa?

¿Qué ocurriría si nuestras manos estuvieran

/ocupadas con otra obra que no es la suya?

¿Qué ocurriría si nuestros pies estuvieran

/caminando donde está la fascinación /del pecado?

¿Qué ocurriría si nuestras lenguas hablaran /de cosas que sus labios rechazan?

¿Cómo podemos ayudar al Señor y apresurar /su regreso?[*]

No conozco al autor de este poema, pero quisiera haberlo podi­do escribir yo mismo. Quienquiera que fuera, escribió un mensaje para mi corazón. ¿Cómo podemos ayudar al Señor Jesús y a su obra aquí? ¿Cómo podemos apresurar su venida? Siendo verdaderos pre­dicadores de su evangelio; siendo como debemos ser, de manera que podamos predicar como debemos predicar.

El predicador debe estar recibiendo continuamente fortaleza de Dios. No espere a predicar el evangelio hasta que tenga suficiente poder del Espíritu Santo para que lo conduzca hasta el fin. De niño hice un viaje con mi familia de Denver a Salt Lake City, en el viejo ferrocarril D & RG construido por trabajadores irlandeses. Fue en­tonces cuando aprendí mi primer poema:

Pastelito sobre el ferrocarril, pastelito sobre el mar, pastelito para ir al cielo, sobre el D & RG[†]

Cuando salimos de la estación del ferrocarril en Denver, vimos delante de nosotros las imponentes Montañas Rocosas. ¿Esperó el maquinista en esa estación hasta que tuvo suficiente vapor para lle­var el tren por las Montañas Rocosas hasta Salt Lake City y hasta San Francisco? No, cuando salimos de la estación, la válvula de seguri­dad estaba dejando escapar la presión del vapor. El maquinista man­tuvo el vapor suficiente para arrastrar el tren. Primero, tenía suficien­te vapor para comenzar; después suficiente vapor para continuar, y allí había nuevo vapor que se generaba en todo el trayecto por las montañas. Si en aquella caldera hubiera habido suficiente vapor para llevar el tren todo el trayecto por las montañas cuando comenzó el viaje, habría explotado la máquina, el tren, y los pasajeros.

Dios no nos da gracia y poder en el primer día de nuestro minis­terio para llevarnos por todo el camino hacia el reino de gloria. Día tras día recibimos fuerza de él. Mis jóvenes amigos, oren a Dios para que tengan el vapor suficiente para comenzar. Después, cada día recibirán poder del Señor y fuerza para continuar durante ese día, y cada día hasta el último día.Se cuenta que el finado John Robertson, de Glasgow, uno de los grandes predicadores de Dios durante cuarenta años, fue apóstata durante veinte años de ese período. En el púlpito era un apóstata, él dijo que lo era. El brillo de su primer ministerio se había ido. De­cidió a renunciar, y una mañana oró: «Oh Dios, tú me diste esta co­misión hace veinte años, pero yo he cometido un error y fracasé, y ahora quiero renunciar». Más de un pastor ha deseado orar de esa manera. Se derrumbó mientras oraba, y entre sus sollozos le pareció oír la voz del Señor que le decía: «John Robertson, es verdad que te comisioné hace veinte años. Es verdad que has cometido un error y has fracasado, pero, John Robertson, no estoy aquí para que tú renun­cies a tu comisión, sino para que vuelvas a afirmar tu comisión». Y se nos dice que ese «volver a afirmar» hizo que aquel ministro del evangelio alcanzara sus mayores y mejores logros. Hizo su mayor obra después de eso. Amigo, si ha habido una crisis en su vida y de­sea renunciar, permítale a Dios que vuelva a afirmar su comisión.

Dwight I. Moody sufrió una crisis en su vida. Un día, en la habi­tación de un hotel en Nueva York, mientras ayunaba y oraba, el po­der de Dios descendió sobre él hasta que tuvo que pedirle a Dios que sostuviera su mano. Tenemos a John Wesley de treinta y cuatro años, y un fracaso en el ministerio, sin convertirse; aunque tenía su­ficiente preparación como para haberse graduado en la Universidad de Oxford. Ya había sido ordenado por la Iglesia de Inglaterra, pero era un fracaso completo, y él lo sabía. Entonces una noche entró en una pequeña capilla de la calle Aldergate, y, presten atención, un laico se levantó y leyó de la introducción del comentario de Lutero a Gálatas. Y mientas leía, Wesley quedó tan impresionado, que más tarde escribió: «Sentí un ardor extraño en mi corazón. Después me di cuenta que yo, aun yo, podía encontrar el perdón de mis peca­dos». ¡Y sucedió cuando un laico leía de las palabras del Reformador en aquella pequeña reunión! John Wesley nació de nuevo y salió pa­ra hacer una obra poderosa para Dios. Momentos como esos, en la madurez de la experiencia, pueden ser suficientes para quitarse de encima para siempre el espectro de cualquier sensación de profesio­nalismo de nuestras vidas y mantenernos cerca de Jesús cada día.

Recuerde esto, mi querido colega, si pertenece a Cristo y Dios lo ha llamado a predicar su evangelio, nada en la tierra puede hacerle daño. Cuando alguien fue a Jesús para advertirle diciendo: «"¡Vete rápidamente de esta ciudad! ¡Herodes te quiere matar!", Jesús con­testó: "Decid a ese zorro: 'Yo echo demonios y realizo sanidades hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra'"» (Luc. 13: 32). ¿Qué qui­so decir Jesús con eso? Quiso decir que tenía una tarea por hacer, una tarea que Dios le había dado a él; y hasta que no la hiciera, Herodes no podía causarle daño, Pilato no podía causarle daño, el César no podía causarle daño, ningún hombre en la tierra podía causarle da­ño; ni siquiera los demonios podrían hacerle daño. Él fue el Hombre de Dios en la obra de Dios. Y así es con usted y conmigo. ¡No hay li­beración de esa guerra, predicador! No nos hemos enrolado por tan­tos días o años; nuestro compromiso es por toda la duración del conflicto.

No hace mucho tiempo la revista Time publicó un artículo titula­do Why Ministers Are Breaking Down [Por qué se agotan los ministros] escrito por el Dr. Wesley Shrader de la Yale Divnity School [Seminario Teológico de Yale]. Declara que un gran número de los pastores de parroquia están sufriendo un colapso nervioso, que las funciones que tiene que desempeñar el pastor se han vuelto imposibles, que el problema número uno de los clérigos hoy es la salud mental.

Los pastores se están agotando. Pero amigos, deseo decirles que si ustedes hacen la obra que Dios los llamó a hacer no quedarán ago­tados por ella. Él nunca lo llama a usted a hacer cosas que provoquen su agotamiento. Pero los pastores se agotan. Pescan «fastidiamien- to» como dice un amigo mío de Arkansas. Pienso que lo retrata me­jor que la palabra apropiada. Ningún pastor puede hacer su obra hoy sobre la base de un día de ocho horas o una semana de cuarenta horas. Muchos hombres dedican hasta setenta y cuatro horas por semana en su trabajo, como ha indicado una encuesta hecha últimamente. Lo que se les exige a los pastores resulta a menudo inalcanzable. Pero la obra real que Dios nos ha llamado a hacer no es inalcanzable. Él nunca nos pide imposibles. Los hombres a menudo nos los exigen, pero Dios no. Por supuesto, siempre habrá más que hacer de lo que posiblemente podamos hacer. La gente quiere que hagamos más, e incluso cosas que no tenemos la obligación de hacer, ya que no po­demos hacer tantas cosas y a la vez conceder la supremacía a la gran obra de Dios. Pero ninguno de nosotros necesita sentirse destruido o ahogado, o agotado por esas cosas. No podemos competir con las voces de la radio y de la televisión, ni con el tremendo clamor y confusión de estos tiempos; pero como señaló un redactor de la revista Christian Century, tenemos una gran ventaja: Podemos proclamar el glorioso evangelio cristiano, pode­mos señalar su significado para la vida actual, y podemos satisfacer los más profundos anhelos de los corazones humanos. Al predicar el evangelio en nuestras iglesias no tenemos quien nos haga compe­tencia. Tenemos un mensaje que es eterno, que siempre es oportuno, y que se adapta al corazón humano porque fue hecho para el cora­zón del hombre por el Dios que hizo al hombre.

Cuando yo tenía diecinueve años estaba sentado a la cabecera de la cama de mi abuelo en la última noche de su vida. Era un hombre piadoso, un cristiano piadoso, herrero y granjero. Había vivido en Alaska durante la fiebre del oro. Ahora estábamos él y yo a solas. De repente me dijo que quería bajar de la cama. Traté de impedírselo, porque estaba muy enfermo. Pero como era un hombre fuerte, bajó de la cama sin que yo pudiera evitarlo. Se dirigió al estante en la ha­bitación y tomó su gastada Biblia.

Yo ya había comenzado a estudiar para el ministerio, y a hacer lo que podía en la obra de salvar almas. Mi abuelo había orado a menu­do que el Señor colocara su mano sobre mí y me guiara al ministe­rio cristiano. Se sentó en el borde de la cama y me dijo: «Hijo, tú vas a ser pastor, un predicador para Cristo. Dios te ha llamado a su mi­nisterio y yo deseo leerte algo que necesitas conocer, y que nunca debes olvidar». Buscó 1 Corintios 2, y leyó la mayor parte del capí­tulo, recalcando los versículos 13 al 16. Insistió que el predicador debe ser capaz de comparar las cosas espirituales con lo espiritual. «Pero el hombre natural no percibe las cosas del Espíritu de Dios, porque le son necedad». Las cosas espirituales se han de «discernir espiritualmente». Después cerró el Libro y dijo: «Hijo, recuerda, nunca puedes ser un ministro de Cristo a menos que seas espiritual. Solamente un hombre espiritual puede entender las Escrituras, por­que fueron escritas por el Espíritu de Dios. Tú no podrás predicar las Escrituras a menos que seas espiritual, porque no las podrás en­tender».


Volvió inmediatamente a la cama. Unas pocas horas más tarde, con mi brazo debajo de su hombro, murió con las palabras de la Es­critura en sus labios. «¡Qué profunda riqueza de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescru­tables sus caminos!» (Rom. 11: 33). Hice que se escribiera ese ver­sículo en su lápida sepulcral bajo el cielo de Colorado. Aquella fue la primera vez que veía a la muerte, y ya me ha tocado verla dema­siado a menudo desde entonces; pero puedo decir de su muerte: «Muera yo la muerte de los rectos, y sea mi fin como el suyo» (Núm. 23:10). Aquellas palabras suyas de amonestación han sonado en mi corazón desde entonces: «Para ser un ministro debes ser espiritual». Cuando fui ordenado pastor, tomé como mi voto las palabras de 1 Co­rintios 2:1-2, y ese ha sido mi lema en el ministerio desde entonces. Quiero recalcarles a ustedes, amigos y compañeros predicadores, que un verdadero pastor tiene que ser un hombre espiritual. Ha de tener la Palabra de Dios resonando en su corazón.

Podría decir mucho más sobre lo que debería ser el predicador. Se ha dicho en varias ocasiones y mucho mejor de lo que yo puedo decirlo. También es fácil decir estas cosas, pero mucho más difícil es vivirlas; es más, resulta imposible vivirlas con nuestras propias fuer­zas. Y aun cuando hemos dicho todo, podemos resumirlo en una sola frase: Para ser un ministro de Cristo, recibir su llamamiento y servirle, debemos ser hombres espirituales. Y si el Espíritu Santo nos está dirigiendo, guiando, no solo en toda verdad sino en todo servi­cio, sosteniéndonos, enseñándonos, mostrándonos las cosas de Cristo, seremos buenos ministros de Cristo.

Permítanme decirles, jóvenes, que nunca se arrepentirán de haber caminado en el llamamiento de Dios. El ministerio de Cristo es la úni­ca ocupación eterna. Está el atleta ágil cuyo nombre se escribe con honor en el mundo de los deportes. Eclipsa a todos los contendien­tes, está a la cabeza en todo, derecho hasta el mismo decatlón. Pero transcurren unos pocos años y acaba siendo tan frágil e impotente como un niño, y todo lo que le queda son unas cuantas medallas que ganó.

Está el gran humorista cuyo nombre se ha extendido a través de los continentes y llegó a ser rico haciendo reír a la gente; miles de per­sonas sueltan carcajadas cada noche al verlo en la televisión. Pero se nos dice que a menudo llora él mismo antes de conciliar el sueño. Finalmente se deja caer en la oscuridad sin Cristo, sin esperanza, y sin Dios en este mundo, o en el mundo por venir.


Está el gran estadista, el hombre de negocios cuyo nombre está en la boca de todos y en los titulares de los periódicos alrededor del mundo. Sus planes y oratoria han atraído a multitudes durante años, pero ahora su reputación se desvanece en la oscuridad. El imperio que él imaginó y organizó se ha roto en pedazos por las luchas in­testinas. Ahora es solamente un nombre en la historia. Aun el ora­dor elocuente, que es muy solicitado, el de pico de oro, y persona­lidad magnética, pasan los años y se va, y todo lo que queda es un recuerdo semejante a un canto amoroso o a una nube que pasa en un día de verano. El cantor talentoso cuya voz conmovió a millones y los mantuvo en un éxtasis sin aliento, ahora está silencioso, su voz ya no se oye más.

Pero aquí está el fiel ministro de Cristo, que vivió la Palabra de Dios para poder predicarla, y predicó la Palabra de Dios para que los hombres pudieran vivirla. Fue sincero, íntegro, fiel, fue un estu­diante de la Palabra, un hombre de oración, un hombre de urgencia, un hombre de amor. Pasaron los años y él ya no está más con noso­tros, pero su vida está escondida con Cristo en Dios, y cuando Aquel que es la vida aparezca, entonces él también aparecerá con Cristo en gloria (Col. 3: 3,4). Aunque han cesado todas las profesiones terre­nales; el médico cristiano ya no atenderá más a los enfermos, la en­fermera no tendrá que mantenerse en pie en noches agotadoras cui­dando enfermos terminales; el gran administrador, el guerrero, el financista, y todos los de estas profesiones hayan pasado para siem­pre, este predicador de Dios que les está dirigiendo la palabra, se­guirá proclamando por todas las edades sin fin la historia de la re­dención, recordando aquel día cuando la cruz salvadora se alzó so­bre una colina. Les contará la historia de la redención a mundos lle­nos de asombro. Sí, los grandes de la tierra pasarán en un eterno eclipse, pero el ganador de almas, el verdadero predicador que fue enviado por Dios, que predicó por Dios y vivió por Dios, no sola­mente vive su vida muchas veces en las vidas de aquellos que llevó a Cristo, sino que vivirá para siempre en la presencia de Aquel que lo llamó a ser un predicador, porque está escrito: «El que gana almas es sabio», y «entonces los sabios resplandecerán como el fulgor del firmamento, y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad» (Prov. 11: 30; Dan. 12: 3).