Título de la obra original
Feed
My Sheep. A
Shepherd's Guide from a Master Preacher
Copyright© 1958, 2005 Review and
Herald® Publishing Association
Apacienta
mis
ovejas
es una coproducción de APIA
Asociación Publicadora Interamericana
2905 NW 87 Ave. Doral, Florida 33172 EE. UU.
tel.
305 599 0037 - fax 305 592 8999
mail@iadpa.org - www.iadpa.org
Presidente Pablo Perla
Vicepresidenta
de Finanzas Elizabeth
Christian
Vicepresidente
de Producción
Daniel Medina
Vicepresidenta de Atención al Cliente Ana L. Rodríguez
Director Editorial Francesc X. Gelabert
Agencia de Publicaciones México Central, A.C.
Uxmal 431, Colonia Narvarte, Del. Benito Juárez, México, D.F. 03020
Tel. (55) 5687 2100 - fax (55) 5543 9446
ventas@gemaeditores.com.mx - www.gemaeditores.com.mx
Presidente Erwin A. González
Vicepresidente de Finanzas Irán Molina A.
Director
Editorial
Alejandro Medina V.
Traducción David P. Gullón
Edición del texto Francesc X. Gelabert
Corrección de pruebas Glendy R. Bueno, J. Vladimir Polanco, Omar Medina
Diagramación y
diseño de la portada Ideyo Alomía
Copyright © 2008 de la
edición en español Asociación
Publicadora Interamericana Agencia de Publicaciones México Central, A.C.
Está prohibida y
penada por la ley la reproducción total o parcial de esta obra (texto,
diagramación), su tratamiento informático y su transmisión, ya sea electrónica,
mecánica, por fotocopia o por cualquier otro medio, sin permiso previo y por
escrito de los editores.
ISBN 10: 1-57554-607-8 ISBN 13: 9-781-57554-607-0
Impresión
y encuademación
Printer Colombiana
S.A.
Bogotá
Impreso en
Colombia Printed in Colombia
Edición:
julio 2008
La División Interamericana de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y sus dos casas editoras, GEMA y APIA, dedican fraternalmente en Cristo, el Buen Pastor,
este libro, el primero de la serie Clásicos del Adventismo, a todos los hombres y
mujeres de buena voluntad que sienten que
el Espíritu Santo los ha llamado a predicar a
tiempo y fuera de tiempo el evangelio eterno anunciando el pronto regreso de
Cristo. Y, con la convicción de que Dios tiene una bendición en cada una de sus
páginas, lo ponemos en las manos de todos nuestros hermanos de lengua española.
«Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han
creído?
¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?
¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?»
Romanos 10:14
Y CÓMO OIRÁN sin haber quien les predique?» (Rom. 10:14). La oscuridad de este mundo
necesita luz. Y está escrito que Jesús mismo es la «Luz verdadera, que alumbra
a todo hombre que viene a este mundo» (Juan 1: 9). Cuando hay verdadera
oscuridad, los hombres buscan la luz. En las tinieblas espirituales de este
mundo se reúnen alrededor de la vela más pequeña, más tenue, más lánguida,
menos brillante. Si hay una lucecita allí, se amontonarán a su alrededor. Es
porque Dios los hizo para la luz. Esa es la razón por la que siempre habrá
lugar para el predicador en el mundo de hoy. Él es el portador de la luz que
llega no como una vela sino como una antorcha poderosa que resplandece cada vez
más hasta que estalle en gloria el día final. Jesús es la luz del mundo. Vino
predicando y envió a sus discípulos para predicar, para ser luces.
En diferentes épocas en este mundo, han
descendido las tinieblas, que al igual que las de Egipto, se pudieron sentir e
intentaron suprimir la luz. Primero fue el paganismo, después la gran
apostasía, después el racionalismo, luego el materialismo, ahora el secularismo
y el humanismo; pero la luz siempre estalla. Brilla por medio de los hombres;
brilla por medio de la predicación verdadera. Ahora bien, estos hombres no
crearon la luz; la luz está en ellos, y resplandece delante de ellos. Por
decirlo de alguna manera, son hombres incandescentes, «porque Dios, que mandó
que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestro
corazón, para que podamos conocer la gloria de Dios que brilla en el rostro de
Jesucristo» (2 Cor. 4:
6). Este es un texto
extraordinario para todo predicador. Dios va a resplandecer en nosotros, pero
nosotros debemos resplandecer para otros. Al igual que los guerreros de
Gedeón, «tenemos este tesoro en vasos de barro», para que la excelencia del
poder sea de Dios, y no nuestra. Solo cuando se quiebran las vasijas resplandece
la luz; cuando nos ocultamos en Cristo, cuando nos replegamos detrás de la cruz
es cuando él aparece, es cuando puede resplandecer la gloria del rostro de
Jesucristo en todo el mundo. Cuando la luz reflejada del rostro de Jesucristo
brilla a través de la vida del predicador, está siendo el predicador que tiene
que ser.
Después ocurren cosas sorprendentes. Aquellos que
nunca han invocado a Dios, aquellos que profesan hostilidad a todo lo justo y santo,
y aquellos que se sienten hastiados, que han vivido en mundanalidad,
confundidos filosóficamente, incluso siendo antirreligiosos y anticristianos,
con frecuencia son transformados, y transformados por completo,
repentinamente.
Justo cuando creen que están más seguros en su escepticismo, infidelidad, duda y satisfacciones seculares, entonces, algo sucede.
Precisamente cuando estábamos más seguros
hay un toque del ocaso,
una fantasía de una campanilla de flores,
la muerte de alguien,
el fin de un coro de Eurípides,
y eso es suficiente para cincuenta esperanzas y
temores.
Pero más que eso, justo entonces hay un susurro del Espíritu de Dios, una flecha de su aljaba, una palabra de su gran Libro, la voz del predicador en el aire, que llega como una espada al corazón y vuelve el corazón a la primera imagen de la luz por la cual suspiran los ojos humanos. El mismo predicador debe ser la luz.
Ralph Connor escribe sobre un
humilde pastor que estaba haciendo su fervorosa obra para Dios en un gran
rancho del Oeste cuando uno de los vaqueros que estaba en el auditorio comenzó
a hacer objeciones de poca monta.
—Por supuesto, eso está
en la Biblia, ¿verdad? —le preguntó alguien.
—Sí —dijo el misionero.
—Bueno, ¿cómo sabe
usted que es verdad?
Antes de que pudiera responder, interrumpió un
ranchero:
—Mire, compañero; mire,
vaquero, ¿cómo sabe usted que algo es verdad? ¿Cómo sabe que el misionero que
está aquí es de fiar cuando habla? ¿No lo puede ver en la convicción con que
se expresa? ¿No lo puede ver en el tono de su voz?
Mis queridos amigos, eso es lo que convencerá a
la mayoría de sus oyentes, la convicción propia, la voz firme y segura. Por eso
la verdad de Dios no es una filosofía, no es meramente una teoría o una fórmula
que se pueda exponer a base de razonamientos bien construidos, es una vida,
proviene de la Vida. Dijo Jesús: «Dios es Espíritu. Y los que lo adoran, deben
adorarlo en espíritu y en verdad» (Juan 4: 24). «En él estaba la vida, y esa vida era la luz de
los hombres» (Juan 1:
4). Y por eso, es
necesario que haga algo en cada uno de nosotros que permita que los demás
perciban nuestros sentimientos porque el testimonio del Espíritu da testimonio
en nosotros y por medio de nosotros, de que somos hijos de Dios.
Aquel vaquero era un escéptico. No hay duda.
Vivimos tiempos cuando se glorifica la duda y a menudo se considera una
confesión de fe como la evidencia de falta de sentido común. Vivimos en un
mundo de desilusión, de duda sistemática, cuando muchos millones, incluso de
los que se llaman a sí mismos cristianos, consideran la vida futura, y aun la
misma existencia de Dios, como «el gran quizás». No es nuestra tarea
desperdiciar tiempo condenando el escepticismo de la actualidad, sino más bien
deberíamos presentar algo extraordinario en lo cual creer. Podemos hacer eso
solamente cuando hay creencia y fe verdadera en nuestros corazones. La
predicación auténtica ganará el corazón del que duda y del escéptico. Es
posible que no pueda iluminar su mente de inmediato; pero si la predicación
sale del corazón del predicador con calor y fe, de la misma alma de uno que no
toma en serio la duda e incredulidad, sino que puede decir: «Conozco la fuerza
de esa enfermedad. Yo también he orado, "¡Creo! ¡Ayuda mi poca fe!"
(Mar. 9:24)», eso ganará su corazón. Tenemos que conocer algo del escepticismo, la
duda y la admiración. No condenemos al escéptico y al incrédulo. Digámosles que
nosotros mismos conocemos algo de esa enfermedad. El corazón humano comenzará
a creer antes de que lo haga la cabeza. No vayan a pensar en ningún momento que
es una debilidad apelar a los sentimientos y emociones. Esa es una parte del
ser humano tanto como lo es su razón. Y quien se hace a la idea de que el único
llamamiento que debe hacerse es el llamamiento a la razón, es porque cree que
todo el mundo es como él mismo. La voluntad para creer hará que crea lo que
desea creer. Racionalizará su pensamiento de esa manera tan probablemente como
lo hacen otros.
Vez, tras vez, tras vez, Jesús habló de apelar al
corazón del hombre. «Porque del corazón salen los malos pensamientos, los
homicidios, los adulterios [...].
Esto contamina al hombre» (Mat. 15:19,20). Dividimos al hombre y lo hacemos una especie de esquizofrénico,
pero Jesús habla del hombre como un hombre y apela a él en todas las formas
posibles.
Pienso que nos haría mucho bien leer más a John Bunyan no solo El Peregrino sino también The Holy War
[La guerra santa], donde trata sobre el
conflicto espiritual de la vida describiendo el asedio a la ciudadela de Mansoul [Alma Humana] por su Puerta del Ojo, Puerta del
Oído, Puerta del Tacto, etcétera. La particularidad de aquella ciudad era que
nunca podía ser tomada excepto por el consentimiento de sus ciudadanos. Bunyan era un hombre que conocía más sobre la naturaleza
humana que algunos de nuestros psicólogos modernos. Sabía cómo se nos acerca
el enemigo por las diversas avenidas del alma humana. A propósito, se dice que
Spurgeon leyó El Peregrino setenta y cinco veces. Esa es una razón por la
cual pudo escribir algunos libros como los escribió, por ejemplo, John
Ploughman's Talks [Las charlas de Juan
Campesino]. Nunca habría podido escribir ese libro si no hubiera leído tantas
veces El Peregrino y hubiera aprendido la forma como usar palabras
de una sola sílaba. Recuerden que cuando ustedes comenzaron a estudiar griego,
comenzaron con Juan, ¿verdad? ¿Por qué? Porque soy, luz, dio, todas son palabras de una sílaba; y esa es la
clase de predicación que deberíamos dar al mundo. Tengo que reconocer que no es
fácil.
Ahora bien, hay dos cosas que como predicadores
siempre hemos de tener en cuenta: La primera, es que Jesús está vivo y que prometió
estar con nosotros hasta el fin del mundo. Cada época lo ha encontrado vivo,
dando fuerza a sus verdaderos predicadores. Esto hay que tenerlo siempre bien
presente, y también que en cada alma, el predicador tiene un aliado. Y a
menudo lo olvidamos; yo sé que lo he olvidado muchas veces, pero que es de
tremendo estímulo. Cuando usted comienza a predicarle o habla con alguien,
usted no solo tiene la promesa de que Jesucristo está con usted, sino que tiene
la promesa de que en el alma humana usted tiene un aliado, la conciencia, y no
importa qué ropas use, o qué título ostente, o qué dudas manifieste, tiene
dentro una conciencia para despertarlo. En el momento en que usted comienza a
proclamar la Palabra de Dios a alguien, tiene un aliado, la conciencia de esa
persona que trata de desatrancar la puerta desde el interior. Mientras que su
ariete está en el exterior, la conciencia dentro está de su lado, es su quinta
columna que está en el interior. Está ahí en cada ser humano. Y siempre que se
pregona la verdadera Palabra de Dios desafiando a rendirse a la ciudad del
alma humana, la conciencia desde adentro comienza a actuar con la cerradura,
tratando de abrirle a usted la puerta.
El mensaje del Señor dirige su apelación a cada
corazón, aun antes de que el corazón se rinda a él. Como dijo alguien: «Es
belleza para el poeta, verdad para el hombre de ciencia, justicia para el
moralista, mancomunidad de hombres para el idealista social; sí, es honestidad
de mente para el escéptico, y es Dios para todos nosotros». El escéptico dirá
entonces:
Huí de él a lo largo de las noches y a lo largo
de los días. Huí de él atravesando el túnel de los años. Huí de él a lo largo
de los intrincados caminos de mis propias ideas; y en medio de lágrimas me
escondí bajo una carcajada continua. Después aquellos fuertes pies siguieron y siguieron.
Sin prisa prosiguieron con calma imperturbable.
A ritmo deliberado, majestuoso instante, una voz
me sacudió antes que los pies.
«A quien me traiciona a mí, todas las cosas lo
traicionan». Sí, Jesucristo está buscando el alma humana como Francis Thompson en este poema suyo The Hound of Heaven [El sabueso del
cielo]; un gran poema para que lo aprenda todo predicador. Cristo está afuera
asediando el alma; dentro está la conciencia.
Así que «como predicadores debemos practicar la
presencia de Dios» como dijo alguien. La presencia del Señor debe estar en nosotros,
así como en la persona a quien estamos intentando alcanzar, la cual puede estar
tratando de huir del Señor. El predicador debe escuchar también las palabras
del Maestro que hacen eco en su corazón: «Id por todo el mundo, y predicad».
Esa es la clase de hombre que debe ser, creyendo en las sencillas palabras de Jesús y deseando obedecerlas. Conserva la idea de cuño antiguo y, como dice Carlyle B. Haynes, la tiene como una convicción de que la tarea principal del predicador es predicar, no recaudar fondos, ni alcanzar los blancos, ni dirigir excursiones, ni hacer campañas, ni promover proyectos, ni ser un actor, ni presentar gráficos o películas, ni tratar de congraciarse con sus líderes, ni buscar una promoción para él, ¡sino predicar!
Sí, la predicación es su obligación primordial,
su gran obra, la obra de su vida. Otras cosas menores pueden seguir, y
seguirán; pero la predicación es su obra fundamental. «Id [...] predicad», ese es el mandato de Jesús. Esto es
lo que tiene que ser, un predicador del evangelio, más que un consejero,
calificado para aplicar los principios verdaderos de la psicología y la
psiquiatría a los problemas humanos. Dije más que un consejero. No debe ser un psicólogo
insignificante o un psiquiatra de la liga de segunda división intentando
imitar a quienes que se han especializado en estas ramas del conocimiento y que
pueden tener aptitudes para ellas. No estoy condenando todo eso, sino diciendo
sencillamente que no son la obligación de un predicador. En su trato con las
almas, por supuesto, todo pastor aprende a conocer muchos de los principios
sobre los cuales funciona la mente humana, pero ante todo él es un hombre que
empuña una espada poderosa, y esa espada es «la espada del Espíritu, que es la
Palabra de Dios» (Efe. 6:
17). Es uno que proclama la
verdad, la verdad de Dios. Se colocan otras cosas en buen lugar, pero no en el
lugar de importancia suprema.
Para tomar la posición, y mantenerla, de que la obra
principal del predicador es predicar, se necesitará valor y fe. Les voy a decir
por qué. Porque en algunas Asociaciones es al hombre que hace otras cosas al
que se desea más que a un predicador. Algunas comisiones o administradores le
darán empleo, sobre todo si es un buen financista, construye iglesias, alcanza
sus blancos, etcétera. Ahora, por favor, no me entiendan mal. Pienso que es
excelente que un hombre sea capaz de hacer todas estas cosas, pero ciertamente
nunca puede hacerlas todas y además predicar tal y como Dios desea que predique.
Está más allá de la capacidad de cualquier ser humano. Si puede hacer todas
estas cosas, o adiestrar a otros para que las hagan después de que haya hecho
su tarea suprema, tanto mejor; pero si no, los resultados no serán los
adecuados.
Un día me visitó un joven pastor, dispuesto a
dejar de trabajar para la Asociación, o más bien, debería decir que estaba en
la nómina de pagos de la Asociación. Nunca debemos decir que trabajamos para
la Asociación. Si alguien trabaja meramente para la Asociación, ya está fuera
del ministerio. Trabajamos para el Señor Jesucristo. La Asociación es
simplemente una organización de cristianos que administran los fondos que ha
ofrendado el pueblo de Dios. Nunca tengan la idea de que somos empleados de
alguna Asociación. Sencillamente le duele a mi oído escuchar esa expresión:
«Soy empleado de la Asociación», porque el pastor sirve a Dios. El diezmo le
pertenece a él exactamente tanto como a cualquier otro. Cuando alguna
comisión de la Asociación tiene la idea de que el dinero les pertenece a
ellos, es que lisa y llanamente ha perdido el rumbo. No les pertenece; es el
dinero de Dios, del pueblo de Dios. ¿Acaso no es eso lo correcto? Entonces
actuemos así y vivamos así.
Pero volvamos a ese joven que estaba a punto de
dejar de recibir el sueldo de la Asociación. Estaba muy íntimamente relacionado
conmigo, así que yo sabía muy bien cómo se sentía.
Dijo: «¿Por cuánto tiempo más voy a tener que construir iglesias? Quiero predicar». Había ayudado a construir tres. Dijo: «Quiero dar estudios bíblicos. Mi deseo es predicarle a la gente. Deseo salir y estudiar odontología, de manera que pueda ganar algún dinero, y así pobre predicar y dar estudios bíblicos». Bueno, pasó por una gran crisis en su vida, pero el Señor lo sostuvo en medio de la prueba. Puedo decirles que le llevó mucha oración. Pronto será ordenado y continúa en el ministerio. Creo que necesitamos ser nosotros mismos y decir: «Quiero predicar». Pero cuando lo hagamos, vamos a tener algunos problemas.
Está escrito en la Palabra que cuando los
apóstoles vieron que la iglesia estaba creciendo rápidamente y que las cargas
administrativas eran tan pesadas que la mayor parte de sus energías se estaban
gastando en asuntos de pura organización, en detrimento del gran objetivo de su
misión como apóstoles, predicadores y maestros de la Palabra, hicieron algo
para mejorar la situación. ¿Qué hicieron? Pidieron una reorganización y se
eligió a otros hombres para esa tarea secundaria.
Cuando se me pidió que diera estas conferencias,
le escribí a quinientos de nuestros pastores pidiéndoles que me ayudaran
envían- dome su evaluación de la predicación adventista del séptimo día y
algunas sugerencias en cuanto a cómo predicar. Uno de los que me contestó dio
en el clavo. Después que él y otros hablaron sobre eso, escribió: «Creemos que
la experiencia del libro de los Hechos debe repetirse entre nosotros hoy. Si
vamos a continuar con la tremenda estructura administrativa y de organización
que tenemos hoy, creemos que deben separarse a hombres para realizarla.
Llámelos diáconos o cualquier otro nombre que desee, páguenles salarios
regulares como hacen con los pastores, pero ordénenlos o nómbrenlos como los
que estuvieron antes para hacer ese trabajo y encomiéndeles que lo hagan, y
permitan que el resto de nosotros prediquemos por un cambio».
Bien, ¿por qué no? Lo hicieron en aquel tiempo.
«Entonces los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y dijeron:
"No es bueno [es irrazonable] que nosotros descuidemos el ministerio de
la Palabra de Dios, para servir a las mesas. [Servir a los pobres de la iglesia,
porque había demasiados hermanos de los que tenían que encargarse.] Por tanto,
hermanos, elegid de entre vosotros a siete hombres de buen testimonio, llenos
del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos este trabajo. Y
nosotros persistiremos en la oración y el ministerio de la Palabra"» (Hech. 6:
2-4). Fíjense en el versículo 1 que la queja que
desencadenó todo fue que se descuidaba atender a algunas personas en la
asistencia diaria. Eso es lo que nos abruma, distrayéndonos de nuestra misión
primordial y reduce la fuerza del ministerio «la asistencia diaria», o como lo
llamaron los apóstoles «este trabajo». Trabajo, asistencia, como quieran
llamarlo, esto es lo que los apóstoles delegaron en otros con capacidad para
hacerlo, y los apóstoles mismos persistieron «en la oración y en el ministerio
de la Palabra». Piense qué revolución, qué reavivamiento, qué gloriosa
explosión de ganancia de almas se extendería por el mundo si se hiciera algo
semejante en nuestros días. Bien, eso es algo revolucionario, ¿verdad? Pero es
bueno hacer una revolución de vez en cuando.
Lejos esté de mí tratar de decirle a usted justamente
cómo debe ser un pastor. Cuando Dios lo hizo a usted, rompió el molde, así que
ya no se puede hacer otro exactamente igual a usted. Al describir al predicador
y lo que debe ser, hemos de tener en mente que cada persona es diferente. Cada
hoja de cada árbol es diferente de otra hoja. Cada brizna de hierba es
diferente de otra brizna de hierba. Solamente podemos hablar de ciertos
principios generales y sugerir ideas. Dios nos elige como somos y nos usa así.
De modo que no se sienta desanimado si usted hace las cosas de una manera
diferente a la de otros, porque usted es único. Dios lo llamó a usted exactamente
tal como usted es.
Conforme a los documentos del Nuevo Testamento, y
también del Antiguo, cuando Dios tomó a un hombre para hacerlo un predicador,
lo tomó tal como era, de un rebaño de ovejas, del palacio de un rey, de una
familia sacerdotal, de cualquier lugar donde lo encontró. Lo tomó, se le
reveló, lo llenó con su Espíritu y lo envió diciéndole: «Toma esta revelación
mía, y ve y predícala. Dile a los hombres lo que Dios ha hecho por ti y lo que
él hará por ellos». Esto debe hacerse, no de manera técnica, sino de manera
extensa. Debe hacerse a nuestra propia manera, con nuestras propias
habilidades, consagradas a él; con nuestros propios talentos, nuestras propias
emociones y afectos, nuestra propia alma llena con el poder del Espíritu
Santo.
Hay un lugar para el hombre que tiene
conocimiento y para el hombre de pocos dones y poca instrucción. Se nos dice
que en los días finales, Dios tomará a hombres y mujeres de detrás del arado, y
entera del éxito ajeno. Solo la gracia de Dios en Cristo puede hacer esto. Solo
el Espíritu Santo puede llevar a cabo ese cambio en nuestros corazones.
Si alguien que pinta cuadros hermosos llega a mi
ciudad, puedo alabarlo desde el fondo de mi corazón, porque no sé nada sobre
pintura. Cuando alguien construye un garaje y arregla automóviles y realiza
todas esas maniobras «mágicas» que hacen que los vehículos funcionen, eso no
me pone celoso, porque no conozco nada de automóviles, ni siquiera manejo uno.
Acostumbraba a hacerlo, pero ahora maneja mi esposa.
Puede venir alguien a mi ciudad y diseñar un
edificio hermoso y puedo realmente admirarlo, porque no sé nada de
arquitectura. Bueno, conozco la diferencia entre una columna dórica, jónica y
corintia y unas pocas cosas como esas, pero no podría diseñar una casa. Llega
alguien a mi ciudad que puede cantar como un ángel, y estaría emocionado al
escucharlo, porque yo no canto. Cuando era joven pertenecía a un cuarteto
llamado
Scrap Iron Four y cuando se deshizo
fue una bendición para el mundo. Pero si llega alguien a mi ciudad que puede
predicar un sermón mejor que yo, y hablar mejor por la radio de lo que yo
puedo, y sobrepasarme en mi trabajo, entonces necesito la gracia de Dios para
que realmente lo ame y lo alabe desde lo profundo de mi corazón. Pero eso es
lo que hemos de hacer. Ese es el predicador que deseo ser, el predicador que
tengo que ser si voy a tener la bendición de Dios en su plenitud sobre mi obra
y si soy un auténtico ganador de almas y si mis sermones van a ser realmente
grandes, grandes con poder del cielo.
Mis queridos colegas, somos una pequeña multitud
en este mundo. Somos un ejército pequeño y cada uno de nosotros necesita
apoyar a los demás. Y he descubierto que nunca se pierde nada por apoyar al
compañero. Si hay alguna cosa que hace llorar a los ángeles, son los celos
profesionales entre los predicadores. Oh, evitemos eso por la gracia de Dios,
y esa es la única manera cómo podemos escaparnos de ese asunto. Podría hablar
largo y tendido de esto, porque tengo experiencia; pero he visto cómo Dios nos
bendice cuando ponemos aparte los celos y mejoramos la imagen del colega.
Hagan campaña en favor del compañero. Apóyelo. Lo primero que usted debe saber
es que se fortalecerá usted mismo; otros lo ayudarán.
George Whitefield y John
Wesley crecieron juntos en la fe cristiana. Ambos fueron a la
Universidad de Oxford, ambos fueron miembros del «Club de Santidad»,
estuvieron en los primeros días del movimiento metodista, y ambos fueron
grandes predicadores. Probablemente, Wesley enfatizaba más la verdad, mientras que Whitefield recalcaba los grandes sentimientos y emociones
de la predicación. Se profesaban mutuo aprecio, pero comenzaron a surgir diferencias
teológicas entre ambos. Wesley
era un arminiano
intransigente en su teología, y por el otro lado, George Whitefield llegó a ser un calvinista radical. Eso casi los
separa, no tanto desde su propio punto de vista como del de sus amigos y
enemigos que trataban de separarlos y causarles problemas. Bueno, de cualquier
modo, aquellos dos hombres en cierta medida se separaron poco a poco. Llegó a
interponerse entre ellos una pequeña susceptibilidad debido a su diferencia
en teología.
Ahora bien, yo creo que ustedes y yo deberíamos
ser capaces de diferir en algunas doctrinas y sin embargo amarnos mutuamente.
Sencillamente no concibió condenar a alguien si no concuerda conmigo en cada
punto de interpretación de la profecía. Personalmente soy de cuño antiguo en
mi interpretación. Soy viejo y conservador entre los conservadores, pero amo
mucho a quienes no lo son. Creo que hemos de ser capaces de estar en desacuerdo
en algunas cosas y seguir amándonos.
Bien, finalmente estas cosas dejaron de separar a
Whitefield y Wesley se reconciliaron y su amistad perduró hasta el
fin de sus vidas. Los dos eran cristianos, hombres piadosos y no permitieron
que ni siquiera sus desacuerdos teológicos interfirieran en su relación
fraternal. Whitefield viajó por todo el mundo
civilizado de su tiempo de un lado a otro a través del Atlántico en aquellos
antiguos barcos de vela. Finalmente, en su último viaje a los Estados Unidos,
se enfermó y murió en Newburyport, Massachusetts. Aquella noche había predicado un sermón, aunque
apenas se sentía con fuerzas para estar de pie en el púlpito. Fue a su posada.
Pero toda la gente lo siguió. ¡Era un gran predicador! La gente quería seguir
escuchándolo, así que la multitud lo acompañó hasta la posada. Comenzó a subir
las escaleras hasta su habitación con una vela en la mano, pero se volvió y le
predicó al pueblo hasta que se consumió la vela… Después fue arriba a su cama y
murió aquella noche mientras dormía.
Cuando llegaron a Inglaterra las noticias, Wesley llevó a cabo un servicio fúnebre en la oficina central de Wesley en Foundry. Se reunieron allí miles de personas y lloraron. Wesley predicó un sermón conmemorativo en honor de su amigo George Whitefield. Al término de aquel sermón se le acercó una mujer, una de aquellas que había tratado de enfrentar a los dos predicadores. Oh, era una buena feligresa, fervorosa. Pero se ocupaba especialmente en la tarea de causar problemas entre esos dos hombres. Así que dijo:
—Señor Wesley, ¿cree usted que va a ver a George Whitefield en el cielo?
Él inclinó la cabeza y dijo:
—No, no creo que lo voy
a ver.
—Lo sabía,
sencillamente lo sabía; a pesar de todas las cosas que usted dijo, lo sabía.
Sabía que usted no creía que él se salvaría. Su pensamiento de que él nunca
iría al cielo.
Entonces Wesley dijo algunas palabras es respuesta a ese comentario:
—Espere un minuto. No
ponga en mi boca palabras que no dije. Dije que no espero ver a George Whitefield en el cielo, y aquí está el porqué. Cuando yo
vaya al cielo, espero que
George Whitefield esté tan cerca del trono en todo su resplandor
de gloria, que no voy a poder acercarme lo suficiente como para verlo.
Esa fue la respuesta de un gran predicador al
éxito y reputación de otro; ambos realmente grandes hombres, grandes en Dios,
grandes en su causa, y grandes en su amor por las almas. Pienso, amigos, que
necesitamos más de ese espíritu entre nosotros. Necesitamos reconocer la
seriedad y santidad de corazón de nuestro hermano aunque no podamos concordar
con su arminianismo o calvinismo. Él es una criatura
de Dios, un hijo de Dios. Es bueno recordar que «los que son mansos y humildes
de corazón son los que promueven mejor la causa de Dios» (El evangelismo, p. 458).
Y muy relacionado con esto, el verdadero
predicador no puede tener falta de sinceridad. Es preciso que crea lo que
enseña. Por supuesto, ustedes, siendo todos estudiantes saben de dónde
proviene la palabra «sincero». Supongo que todos han estudiado un poco de latín.
Pienso que todos los predicadores debieran estudiar un año o dos de latín. De
otra manera, ¿cómo va a saber lo que realmente está diciendo en español?
«Sincero» viene de sine cera, que significa «sin
cera». En Roma algunos de los grandes fabricantes de muebles en los días de
Cristo y en los días de Pablo descubrieron que había algunas empresas nada
confiables que hacían muebles de madera barata. Esos constructores de muebles
llenaban las grietas y los agujeros de los nudos de la madera y partes
carcomidas con cera y sencillamente los pintaban por encima. Uno nunca sabía
que era barato hasta que se sentaba en una silla o se recostaba en una cama y
se desplomaba con él encima. Así que cuando las compañías que actuaban
lealmente sacaban sus muebles hechos de roble sólido, o de cualquier madera
que usaran, le ponían una etiqueta que decía sine
cera «sin cera».
Así que digo que un predicador debe ser «sin
cera», no debe haber un lugar en su carácter que esté lleno con la cera de su
profesión y pintado por encima. Tiene que ser sine
cera, «sincero». Ha de creer lo que predica. Si no lo
cree, lo honesto es que lo admita y que deje el ministerio. Por lo menos
podremos admirarlo como un hombre honesto, alguien que no hace profesión de
algo que no sostiene en su corazón. «No debe haber duplicidad ni claudicación
en la vida del obrero.
Aunque el error, aun cuando sea sostenido sinceramente, es peligroso para cualquiera, la falta de sinceridad en la verdad es fatal» (ibíd., p. 459).
¿Saben cuál es la cura para la falta de
sinceridad? Privaciones, persecución, sufrimiento, crítica, pasarlo mal. Eso es
lo que nos cura de la falta de sinceridad. Nos conduce fuera del ministerio o
realmente nos pone en el ministerio. Esa es una razón por la que Dios permite
que les pasen ciertas cosas a sus hijos. El hombre que no es sincero no se
acerca resueltamente al fuego. No es alimento para los leones. Mucho antes de
eso, se habrá mezclado entre la multitud de los incrédulos.
Como hombre, el predicador debe ser un hombre de
fe. Tiene que irradiar fe. Nunca debe mostrar una sombra de duda. Está escrito
en Hebreos 11: 6 que «el que se acerca a Dios, necesita creer que
existe, y que recompensa a quien lo busca». Como eso es verdad, un predicador
nunca ganará almas, a menos que predique con fe. Es por medio de la fe como
entendemos y aceptamos la verdad, por medio de ella seguimos la senda de
Cristo, nos arrepentimos, confesamos a Jesús como nuestro Salvador, llegamos a
ser sus testigos, somos bautizados, y lo obedecemos. El predicador debe ser un
gran creyente en las Escrituras. Entonces su predicación será poderosa. Es
solamente la predicación bíblica la que ayudará hoy día a la gente.
El Dr. A. T. Pierson
participó en la ordenación del
Dr. Thomas C. Horton, y los que
son de generaciones anteriores se acordarán de estos hombres. Y de paso,
hablando del Dr. Pierson, todo lo que escribió vale
la pena leerlo. Pueden encontrar algunas de sus obras en los puntos de venta de
libros usados.
Many Infallible Witnesses [Muchos testigos
infalibles] es un libro pequeño excepcional. Bueno, cuando él participó en la
ordenación del Dr. Horton, quien también llegó a ser
un famoso predicador y escritor, dijo lo siguiente, con estas palabras poco
comunes: «Usted es un ministro de la Palabra, y su gran obra es estudiar y
exponer esa Palabra. Usted es un ministro de Jesucristo. La Palabra es
fundamentalmente preciosa como el cofre- cito que encierra esas joyas
preciosas. Usted es un ministro del Espíritu Santo. La aplicación de la
Palabra de Dios y la sangre de Cristo está totalmente comprometida con él. [Ese
es el Espíritu Santo.] Hermano mío, usted debe ser un hombre de la Biblia, un
hombre de Cristo, un hombre del Espíritu Santo». El Dr. Horton
llegó a ser esa clase de hombre, un gran predicador y escritor de la fe
cristiana. Creo que la descripción del Dr. Pierson es
un hermoso cuadro de lo que debe ser un verdadero ministro del evangelio.
Y por eso le preguntamos a todos los que se están
preparando para el ministerio, ¿es usted, según la luz y la fe, un hombre de
la Biblia, un hombre de Cristo, un hombre del Espíritu Santo? Muy rara vez se
elevará el pueblo más que sus pastores. Si sus ojos no están abiertos a la
Palabra, creyendo en las Sagradas Escrituras de tapa a tapa como la Palabra
divina e inspirada de Dios, y si estamos viviendo en pecado conocido y en
insinceridad, somos meramente como el ciego que trata de guiar al ciego. Los
tales, dice el gran predicador que escribió 2 Corintios 11:13-15, « son falsos profetas, obreros fraudulentos, que
se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y no es de extrañar, el mismo Satanás se
disfraza de ángel de luz. Así, no es extraño si también sus ministros se
disfrazan de ministros de justicia. Pero su fin será conforme a sus obras».
¡Piense en esto! El apóstol Pablo habla aquí de algunos que son ministros de
Satanás. En estos últimos días muchos están siguiendo precisamente a semejantes
falsos líderes.
Debemos orar para que Dios libre a su pueblo de falsos ministros. Y estemos seguros, puesto que nuestra salvación depende de ello, que no estemos entre esos; que seamos sinceros, predicando la Palabra y sosteniendo la verdad en la medida de nuestras posibilidades.
Nadie puede predicar un mensaje entusiasta,
dictado por el Espíritu, a menos que tenga el Espíritu Santo en su corazón.
Puede ser un buen actor, pero realmente nunca ganará almas y perseverar trabajando
para Cristo. Puede aparentar hacerlo por un tiempo, pero no durará mucho. Los
mismos creyentes lo descubrirán muy pronto.
A menudo la fría formalidad ocupa el lugar de la
piedad en nuestras iglesias. Y, es triste decirlo, hay que culpar al
ministerio por esto. ¿Y por qué? Sus sermones son tibios. ¿Por qué son tibios?
Porque los pastores no tienen fe en lo que predican. Es un hecho que si alguien
predica la Palabra de Dios habrá fruto de su predicación, aun cuando él mismo
pueda ser desechado y tal vez no esté en la condición de ser salvo.
Esto se ve en lo que hicieron los fariseos. Jesús
una vez le dijo al pueblo que guardaran e hicieran lo que los fariseos les
decían que hicieran, porque se sentaban en la cátedra de Moisés, pero que no hicieran
conforme a sus obras. Estaban predicando la Palabra de Dios, y todo lo que
predicaban de la Palabra de Dios por supuesto era verdad y tendría su efecto,
pero el ejemplo de los predicadores era responsable de dañar en alto grado su
predicación.
Escuchen esto que está en Joyas de los testimonios, tomo 3,
página 320: «Los sermones de algunos de nuestros ministros
tendrán que ser mucho más poderosos que los que predican ahora, o muchos apóstatas
[ella está hablando sobre el mismo predicador] oirán un mensaje tibio e
indirecto que arrulle a la gente y la haga dormir».
Spurgeon dijo una vez: «Si ve que alguien de su auditorio
se ha dormido, vaya y despierte... al predicador». Bueno, es verdad que algunas
veces la gente se duerme en la iglesia por causa de enfermedad u otra aflicción
física; no pueden evitarlo. Pero la sierva del Señor está hablando aquí de la
somnolencia espiritual. No es novedad que algunas personas estén
espiritualmente dormidas, cuando algunos de nosotros, predicadores, estamos
dormidos. Nuestros sermones son tibios, indirectos. Ningún hombre que mire a su
alrededor el mundo actual y que crea con todo su corazón en la Palabra de Dios,
puede predicar sermones tibios, insustanciales, a menos que sufra de algún
grave problema de percepción. Cuando estaba llevando
a cabo reuniones todas las noches en un viejo salón de baile que dominaba un
lago al lado de Pikes Peak, se me pidió que predicara en la pequeñita iglesia
de la comunidad. Había un hombre anciano con una larga barba blanca que venía y
se sentaba en el asiento de adelante, a poco más de cuatro pies (1,20 metros) de distancia de donde yo predicaba. Es
como si lo estuviera viendo ahora mismo. Tenía el ronquido más fuerte que el
de nadie que yo haya conocido. Tan pronto como yo comenzaba a predicar, él empezaba
inmediatamente a dormir. Ahora bien, estoy seguro que trabajaba al aire libre
durante toda la semana y el pobre hombre estaba muy cansado para permanecer
despierto, pero en realidad casi arruinaba mis reuniones. Así que una noche me
cambié hasta que me puse justo frente a él. No recuerdo de qué estaba
predicando, pero finalmente llegué a un lugar en el sermón donde dije que la
iglesia estaba dormida y tenía que «¡DESPERTAR!» Se
sobresaltó tanto que saltó inmediatamente de aquel asiento y nunca más volvió a
dormir en mis reuniones. Al día siguiente me trajo una docena de huevos y
mantequilla. Entonces quedé avergonzado. ¡Pero aquello había sido una
emergencia!
Así que es verdad que a veces la gente se duerme en la iglesia y no es culpa del predicador. Sin embargo, algunas veces sí es por culpa del predicador. ¿Oyó usted hablar alguna vez de un hombre que se durmió en el púlpito? Leo de Testimonios para la iglesia, tomo 2, página 303:
«Los hombres y las mujeres están viviendo en las
últimas horas del tiempo de prueba, no obstante lo cual son descuidados e
insensatos, y los ministros no tienen poder para despertarlos; porque ellos
también están durmiendo». Piense en esto: ¡están durmiendo ellos mismos!
Me contaron de un adventista que en realidad se
quedó dormido en el púlpito mientras estaba predicando. Estoy seguro de que estaba
enfermo y padecía algún trastorno físico grave. Había estado predicando más o
menos a una docena de queridas hermanas ancianas durante unos doce años, y no
se observaba mucho cambio en ellas. Ya eran de los santos del Señor, y vivían
de acuerdo con la fe lo mejor que podían, y conocían la Biblia tan bien como
él. Todas se habían convertido. Se ponía en pie para predicarles y estaba tan
cansado que se apoyaba en el púlpito y comenzaba a hablar cada vez
más lentamente. Un día colocó la cabeza entre las
manos vencido por el sueño y se quedó profundamente dormido justo allí en el
púlpito. El pobre hombre ahora ya descansa en Cristo. Era un buen hombre, pero
en realidad ¡se durmió mientras predicaba!
No voy a censurarlo, pues sé que estaba enfermo;
murió poco después. Pero es terrible que un hombre esté dormido espiritual-
mente y no importa como hable, grite o ruja, si está dormido en su corazón, la
gente se echará a dormir. Esa cita dice algo más: «¡Predicadores
dormidos, que le predican a congregaciones dormidas!». Recuerden, eso fue
escrito por alguien que sabía de qué estaba hablando. No deseo tener esta
advertencia clavada en mi púlpito por la mano de algún ángel.
Si cualquiera de nosotros está dormido
espiritualmente, nos llega la palabra: «Despierta, tú que duermes, levántate
de los muertos, y te alumbrará Cristo» (Efe. 5:14). ¡Qué terrible estar dormido en la muerte
espiritual en una era como la muestra, en un día como hoy, en un momento como
este!
Ahora bien, para ser un verdadero ministro de
Dios, un hombre debe creer que él lo ha llamado al ministerio. El ministerio es
un llamamiento, no una mera profesión. Es una vocación, no una ocupación menor.
Es un llamamiento, una convocación, un compromiso existencial. La Biblia deja
bien claro que es Dios quien llama, y que ese llamamiento es tan vital que sin
el sentido de obligación que lo acompaña, ningún pastor tiene derecho a
trabajar.
En 1
Corintios 12: 28 se afirma claramente que Dios puso en la iglesia
apóstoles, profetas, y otros que tienen dones especiales. Y está escrito que
«nadie toma para sí esa honra, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Heb. 5:4).
Nosotros nunca desarrollaremos el
ministerio poderoso que necesitamos en este movimiento hasta que nos demos
cuenta que Dios debe seleccionar y elegir a sus propios obreros. Y un ministro
tiene que estar absolutamente convencido de que ha sido llamado por Dios.
Debe recalcarse que todo pastor debería saber,
como lo sabía Pablo, que está enrolado en la sagrada tarea del ministerio por
voluntad de Dios. Es posible para un hombre albergar esta convicción, no a través
de su propia voluntad, o la de sus padres o la de sus amigos. La voz interior
del Espíritu de Dios, los eventos y las circunstancias providenciales que lo
rodearon, lo guiarán. La dirección de Dios se manifiesta a menudo en la vida
exterior, así como en la vida interior de las personas. La providencia de Dios
con frecuencia lo guía de una manera especial en esos momentos.
De la sección, «Ministro del Evangelio», de la Review and Herald (10
de agosto de 1939, p. 8),
cito lo siguiente:
En Life of Matthew Henry [Vida de Matthew Henry], página 34, encuentro un relato de su análisis de sí mismo
en cuanto a considerar sus motivos para entrar en el ministerio. Se hizo seis
preguntas a sí mismo, de la siguiente manera:
1.
¿Qué soy yo? ¿He sido convencido de mi
condición y me he humillado por mi pecado? ¿Me he entregado de todo corazón a
Cristo? ¿Siento un odio real por el pecado, y un amor por la santidad?
2.
¿Qué he hecho? ¡Tiempo malgastado! ¡Oportunidades perdidas!
¡Compromisos rotos! ¡Conversación improductiva! ¡Olvido de Dios y del deber!
3.
¿Desde qué principios
emprendo esta tarea? Tengo confianza en una
convicción de la divina institución del ministerio, de la necesidad de un
llamamiento divino, y de mi llamamiento a la obra; de sentir celo por Dios, y
amar a las almas preciosas.
4.
¿Cuáles son mis fines
en esta tarea? No tomarla como una
profesión para vivir, no alcanzar la fama en provecho propio, o mantener un
tertulia; sino apuntando a la gloria de Dios, y al bien de las almas.
5.
¿Qué deseo? Que Dios prepare mi corazón en dedicación a la
tarea; que él esté conmigo en mi ordenación; que él me prepare para la tarea
con los dones de conocimiento, lenguaje y prudencia, y con todas las gracias
ministeriales en especial la sinceridad y la humildad, y que abra una puerta de
oportunidad para mí.
6.
¿Cuáles son mis resoluciones? No tener nada que ver con el pecado; abundar en
la obediencia al evangelio, considerar mi voto de ordenación en el empleo de
mis talentos, el mantenimiento de la verdad, la responsabilidad de mi familia,
la supervisión de mi rebaño, y la capacidad de soportar la oposición».
Lo que voy a decir ahora, puede ser refutado,
pero es lo que yo creo: Existe el peligro de que nuestro sistema actual de
selección y formación pastoral haga más fácil que en el ministerio se ocupe a
hombres que no han recibido un llamamiento auténtico. Hubo un tiempo cuando
solamente aquellos que tenían un celo ardiente y un deseo y convicción indestructibles de que debían
ser predicadores finalmente superaban las aguas de dificultades, superaban los
obstáculos y forzaban su camino a través de las puertas para el servicio. Sin
duda hay ventajas en el plan de práctica pastoral, pero nuestros jóvenes
candidatos deberían seriamente hacerse esta pregunta: « ¿He sido llamado por el
Señor para esta tarea?» La seguridad de apoyo y la comparativa comodidad
mientras transcurre el período de práctica puede ser una trampa.
Recuerden esto: Al pastor promedio las iglesias
presbiterianas o metodistas o bautistas le espera una prueba más dura para
entrar en el ministerio que la que enfrentan nuestros jóvenes; y de esa manera
pueden probablemente desarrollar una personalidad más sobresaliente. Tiene que
resultar bueno o no come. Tiene que trabajar, tiene que aprender cómo predicar,
o lo despiden. ¿Creen ustedes que los pastores de esas grandes iglesias
presbiterianas no son hombres capaces? No se mantendrían en una iglesia más de
treinta años si no lo fueran. No hay una comisión que los respalde o que los
apoye con su influencia en alguna iglesia o Asociación poco dispuesta. ¡No
señor! Esos hombres tienen que producir, tienen que desarrollarse. Algunos de
ellos son grandes predicadores después de que han estado allí treinta y cinco
años, y así también sus hijos. Escriben libros importantes que leen ustedes y
yo. Estudian. Se desarrollan. Por supuesto, sus energías no se disipan como se
disipan algunas de nuestras energías en demasiados asuntos. Se concentran en
su ministerio.
Al considerar el llamamiento al ministerio debemos
recordar que Dios nunca envía meramente un «mensaje»; envía a un «hombre». Su
mensaje siempre está encarnado en un hombre. «Hubo un hombre enviado por Dios,
llamado Juan» (Juan 1:6).
Observe, era un hombre. Dios lo llamó y
Dios lo envió. Por supuesto, el hombre ha de tener un cierto talento para
predicar, ya que de lo contrario Dios no lo habría llamado. Ha de tener el
talento del habla, porque predicar es hablar. Dios no va escoger a un hombre
mudo que no puede hablar, o a uno que tiene su lengua cortada y lo va a llamar
al ministerio. Escogerá a un hombre que al menos pueda emitir algún sonido que
entienda la gente. Debe tener alguna ayuda. Cuando Dios llama a un hombre, lo
envía.
Juan, el gran predicador, dijo: «El hombre no
puede recibir nada que no le sea dado del cielo» (Juan 3: 27). El apóstol Pablo se llama a sí mismo «apóstol, no
de los hombres o por hombre, sino por medio de Jesucristo y de Dios el Padre,
que lo resucitó de los muertos» (Gál. 1: 1). Él recibió un
llamamiento, un llamamiento definido, un llamamiento divino. El profeta
Jeremías fue llamado por Dios pero él no estaba dispuesto a ir, sin embargo
porque Dios lo llamó, al fin fue (Jer. 1: 5-9). Aun antes de que
naciera, Dios lo apartó para que fuera un profeta a las naciones. Recuerden
esto, predicadores, Dios lo previo a usted, lo vio anticipadamente. Él lo ha
pre-destinado a usted. Algunas veces nos vamos al otro extremo. No creemos en
la predeterminación o predestinación, nunca predicamos sobre ese tema. Nos
vamos al otro lado, al arminianismo, y mucho más
lejos y dejamos a Dios completamente fuera del escenario. Pero la predestinación
está en la Biblia, es decir, la predestinación de Dios. La Biblia nos habla
mucho sobre ella. Hay una predestinación bíblica y es provechoso estudiarla y
creerla. Lea el primer capítulo de Jeremías. Si usted es un verdadero
predicador, el Señor lo ha predestinado, lo ha nombrado de antemano, lo ha
llamado. En la visión, Isaías escuchó una voz que decía: «¿A
quién enviaré? ¿Quién irá de nuestra parte?» Entonces en consagración, Isaías
respondió: «Aquí estoy, envíame a mí» (Isa. 6: 8).
Jesús mismo fue enviado por el Padre. Lo repetía
una y otra vez (Juan 4:
24; 17: 3). Si Jesús fue
verdaderamente enviado de Dios, así deben ser enviados aquellos que lo siguen
como sus predicadores. Fue Lutero quien dijo: «Espera el llamamiento de Dios.
Entretanto, queda satisfecho. Sí, aunque tú seas más sabio que Salomón y
Daniel, a menos que seas llamado, evita predicar como evitarías el infierno».
Eso es demasiado fuerte, pero esa es la forma en que lo expresó Lutero. Si
nuestro ministerio va a ser llevado a cabo en el nombre de Dios y para la
gloria de Dios, ciertamente tiene que provenir de él.
Dios llama y Dios elige. Jesús eligió a doce y
los ordenó. Pablo fue llamado un vaso escogido para llevar el evangelio a los
judíos y gentiles por igual. Los hombres de Dios aún son elegidos, seleccionados,
llamados. Eso no es todo. Si un hombre no es llamado y finalmente llega a
darse cuenta de eso, debe dejar ese campo de trabajo y dedicarse a otra cosa.
El pastor I. H. Evans dijo hace muchos años que el hecho de
que un hombre figure en la planilla de pagos no es razón suficiente para que
siga inscrito en ella el resto de su vida. Si no produce fruto [almas], es evidente
para él y para todos que no fue llamado a ser
predicador. Entonces, ¿por qué debe permanecer en la planilla de pagos y tomar
el diezmo que debería ser usado por otro que haya sido llamado? He conocido
hombres que consideraron detenidamente este asunto, y dejaron la predicación,
y como era gente valiosa se enrolaron en otra rama de la obra.
Algunas veces es una bendición cuando ciertos
hombres dejan el ministerio. No estoy hablando de hombres que han cometido
algún gran pecado que ha traído oprobio sobre ellos mismos y sobre la causa,
sino de aquellos que descubren que no fueron llamados.
Escuchen las palabras de Jeremías sobre algunos
hombres que pretendían ser profetas o predicadores en aquellos días: «Yo no envié
a esos profetas, y ellos corrieron. No les hablé, y ellos profetizaron» (Jer. 23:
21). El versículo siguiente
declara que si hubieran estado en el secreto de Dios, habrían proclamado al
pueblo sus palabras y los hubieran hecho volver de su mal camino. Como ven,
allí habría habido fruto de su predicación. ¿Por qué? Porque Dios está allí
para apoyar su Palabra y bendecir su Palabra. «¿Soy yo
Dios solo desde hace poco, dice el Señor, y no Dios desde hace mucho?» (vers. 23). ¿No les daría fruto a esos hombres si predicaran
su Palabra?
Podemos estar seguros de que si no hemos sido
llamados y estamos tratando de ejercer el ministerio de Dios, él lo sabe.
«"¿Se ocultará alguno, dice el Señor, en escondrijos donde yo no lo vea?
¿No lleno yo cielo y tierra?", dice el Señor» (vers. 24). Lean el resto del capítulo. Es un capítulo
tremendo para los predicadores y debería ser una advertencia para los que no
han sido llamados al ministerio, para que salgan de él antes de que sea
demasiado tarde, y para todos aquellos a quienes Dios ha llamado para que
permanezcan en él, para que sigan ahí con toda su alma y toda su mente y todas
sus fuerzas.
Después, lean el capítulo 13 de Ezequiel: «Hijo de Adán, profetiza contra los
profetas de Israel que profetizan de su propia cuenta, diciendo: 'Oíd Palabra
del Señor'". Así dice Dios el Señor: "¡Ay de los profetas insensatos
que andan en pos de su propio espíritu y nada vieron! [...]. Vieron falsas visiones y adivinación mentirosa.
Dicen: 'Dijo el Señor', y el Señor no los envió"» (vers. 2-6). Aunque se aplicó particularmente a los profetas
de entonces, el principio ciertamente se aplica ahora.
Así que hay algunos hombres que han sido llamados
por Dios pero que no han aceptado el llamamiento. Lo han rechazado; no lo han
querido aceptar; lo encontraron demasiado difícil. No había suficiente honor,
ni suficiente gloria, ni suficiente salario, ni suficiente de esto o de
aquello; o habían sido tímidos y tenían temor de salir. No estemos tampoco en
esa clase. Si Dios nos ha llamado, no permitamos que nada nos impida seguir
ese llamamiento.
Hace irnos pocos años, tres pastores bien
conocidos en la Iglesia Presbiteriana fueron llamados a la cabecera de la cama
de su hermano, un famoso cirujano, que se estaba muriendo. Había tenido una
carrera honrosa y se había desarrollado hasta el tope en su profesión. Se había
asegurado buenas entradas financieras y tenía un hogar feliz. Era cristiano y
anciano en la iglesia, pero en su lecho de muerte le
confesó a sus tres hermanos pastores que cuando ellos fueron llamados al
ministerio, él también recibió el llamamiento, pero lo había rechazado; no
tenía el valor o la fe, o por alguna otra razón no entró al ministerio. Dijo:
«Dios me ha bendecido a pesar de mi negligencia del deber, pero sé que mi
plena felicidad podría haber venido si solamente hubiera aceptado el
llamamiento divino que me vino a mí como les llegó a ustedes».
Joven, si Dios lo ha llamado, siga adelante por
fe. No permita que nada lo mantenga fuera del ministerio, ni la mofa, ni el
temor ni la timidez. Nada sobre la tierra, ni hombre ni demonio debería impedirle
entrar en él.
Entonces, hay algunos que no han sido llamados o
elegidos por Dios para ser predicadores de su Palabra, pero que piensan que han
sido llamados. Esto queda pronto patente para otros, si no lo es para ellos
mismos. Alguno se preguntará: «¿Cómo puedo saber si he
sido llamado?» Puede estar seguro de que usted sabrá si Dios lo llama. Tiene
mil formas de hacer que su llamamiento sea reconocido, por medio de impresiones
directas, por medio de palabras de amigos o enemigos, por medio de la lectura,
por medio de las Sagradas Escrituras, por muchos medios.
Según yo lo entiendo, el llamamiento al
ministerio es triple: Primero, el hombre llega a creer que Dios lo ha elegido
y que desea que haga esa obra. Segundo, comienza a tener frutos en su vida; es
decir, los resultados llegan a ser manifiestos. «Por sus frutos los conoceréis».
La antigua prueba del huerto, es una señal segura. Comienza a dar estudios
bíblicos. Habla a las personas sobre las necesidades, y los pecados de ellas, y
ora con ellas. Lo primero que usted reconoce, es que alguien se convierte. Tiene a alguien
listo para el bautismo. Comienza a llevar almas a Cristo. Tercero, la iglesia
reconoce su llamamiento y es separado para predicar.
Algunas veces hay jóvenes que vienen a mí y me
dicen: «Dios me ha llamado al ministerio, pero nadie me emplea; por lo tanto no
puedo ser pastor, no puedo predicar». Mi amigo, no sé cómo puede ser cierto. Si
Dios desea que yo sea un ministro, si Dios me ha elegido, si Dios me ha llamado
y yo estoy dispuesto a aceptar su llamamiento, y por medio de la oración y la
meditación rindo finalmente mi voluntad a él para ser un predicador para
Cristo, eso no significa que voy a recibir salario inmediatamente o que seré
designado para predicar por alguna organización. Pero si Dios me ha llamado
realmente, comenzaré a predicar, comenzaré a enseñar la Palabra de alguna
manera, dando estudios bíblicos, proclamando la verdad de la Biblia, y ganando
almas. Llevaré una cosecha de frutos. Dios tendrá cuidado de mí. Él siempre
paga a sus obreros. ¡No lo olvide!
La mensajera del Señor declara: «Vi que Dios
había dado a sus ministros el deber de decidir quién reunía las condiciones
necesarias para la obra sagrada; y juntamente con la iglesia y las señales
manifestadas por el Espíritu Santo, debían decidir quiénes debían ir y quiénes
estaban descalificados para ir. Vi que si la tarea de decidir quiénes estaban
suficientemente calificados para llevar a cabo esta gran obra se dejaba librada
a unas pocas personas, como resultado se producirían confusión y distracción en
todas partes» (Testimonios para la
iglesia, 1.1, p. 191).
En California, cuando yo estaba teniendo
reuniones en una carpa, necesitaba un joven para que actuara como vigilante.
Había allí un muchacho joven que atendía una gasolinera, pero tenía poca formación
cultural, y ¡como destrozaba el inglés cada vez que abría la boca! Pensé que
serviría para ese trabajo, así que fui al presidente de la Asociación para
encargarme de conseguirlo. El presidente lo conocía y me dijo que ese joven
había estado detrás de él por un buen tiempo, tratando de tener una oportunidad
para predicar. Y el presidente me dijo: «Cualquier cosa que usted haga, no
anime a ese joven para que predique. Nunca será un predicador». Bueno, no sé;
no soy omnisciente. Si Dios llama a un hombre usted no puede detenerlo.
Empleamos a ese joven para que cuidara la carpa.
Un día me confió el hecho de que Dios lo había llamado para predicar. Confieso
que llevé al extremo mi fe para creerlo, pero le dije: «Bueno, le voy a decir
una cosa. Si usted realmente cree eso, mañana por la mañana después de que haya
dejado completamente limpio todo, cierre las puertas de la carpa para que nadie
pueda entrar. Después, póngase de pie en el púlpito y tome el libro de Job y
léalo en alta voz, de tal manera que la anciana señora Murphy que se sienta en la fila de atrás pudiera escuchar
cada palabra que usted pronuncie. Y si no entiende alguna palabra, búsquela en
el diccionario. Lea de manera clara, distinta, cuidadosa y lentamente. Hágalo
de manera que pueda leerlo sin cometer un error; después venga y véame».
Le llevó más o menos una semana leer el libro de
Job. Después le hice leer el libro de Jeremías, y el libro de Isaías, de la
misma manera. La literatura más sublime que existe en el mundo es el libro de
Job y después el libro de Isaías.
Les digo amigos, en resumidas cuentas, ese joven
es ahora pastor ordenado y su nombre está en el Yearbook. Lo consiguió leyendo la Biblia en alta voz en
aquella carpa hasta que llegó al lugar donde podía hablar de manera clara,
distinta y comprensible. La mitad de nosotros los predicadores no podemos leer,
en todo caso, no en público. No sabemos cómo leer la Biblia. Somos muy
descuidados y confusos y todo lo demás, y tengo razón, juntamente con ustedes.
Si pueden leer la Biblia en voz alta claramente, tienen una buena base para
llegar a ser predicadores.
Muy bien, ¿cuál es el llamamiento al ministerio?
Ahora debo apresurarme, porque mi tiempo casi se ha consumido y no voy más que
por la mitad. El llamamiento al ministerio tiene, según lo entiendo yo, tres
fases: Primero, es la convicción en el corazón del hombre mismo; segundo, una
cosecha de frutos; tercero, el reconocimiento de la iglesia.
Si un hombre tiene la convicción de que Dios lo
ha llamado al ministerio, conseguirá el reconocimiento de la iglesia de alguna
manera. Dios tiene mil formas de otorgársela. Y el hombre lo cree contra
viento y marea. No importa lo que la gente pueda decir o hacer, él sabe
sencillamente que ha sido llamado. Lo conoce por medio de la Palabra de Dios,
con el mensaje distinto del Espíritu Santo a él, y de varias maneras. Después,
comienza a trabajar, dando estudios bíblicos, orando con la gente, y alguien
se convierte. Este joven consigue que se convierta la gente, los lleva a
Cristo. Tal vez usted tiene
una oportunidad para ir a una campaña en carpa o a algún otro lugar. En toda
oportunidad que tenga de predicar a Jesucristo, predíquelo. Sea maestro de la
Escuela Sabática, haga cualquier cosa que le pidan y Dios le dará la cosecha
de frutos. La iglesia reconocerá ese llamamiento y sus convicciones cuando vean
los frutos. Entonces lo enviarán al mundo y le darán su reconocimiento. Pero
primero debe haber una cosecha de frutos.
La primera cosa que ha de hacer un joven es
reconocer que ha sido llamado. La prueba de ese llamamiento no está en su
formación cultural; no está en las penurias que soporte; no está en los
sacrificios que haga. Está en la cosecha de frutos de su trabajo por las almas.
El apóstol Pablo dijo que la gente a quién él había traído a Cristo eran la
prueba de su apostolado (1
Cor. 9:1,
2).
No espere sin embargo, que lo vayan a poner en
alguna gran iglesia con un buen salario. Tal vez tenga que salir a algún lugar
duro y probar su ministerio, conducir estudios bíblicos, predicar por las casas,
como hicieron los apóstoles, y hasta en las esquinas de las calles. ¿Han
predicado alguna vez en la esquina de una calle? ¿Saben cómo predicar y
mantener la atención de una multitud que pasa? Sería una buena cosa, me parece
a mí, si cada uno de nuestros pastores jóvenes tuviera que pasar por esa
experiencia y aprender cómo predicar al aire libre ante una multitud. Haga la
prueba. Es una de las mejores enseñanzas del mundo, ¿verdad, hermano Anderson? Yo lo he hecho. Les digo amigos, una cosa que no
harán. No lo harán como yo lo estoy haciendo, hablando de un manuscrito. Ni
siquiera hablarán de notas. No señor. No memorizarán algo y luego lo recitarán.
No señor. Tendrán un mensaje fervoroso que saldrá de su corazón. Mirarán a sus
oyentes directamente a los ojos, si no, no mantendrán su atención ni por un minuto.
Porque sencillamente, toda la gente circula. Ustedes aprenderán realmente algo
en cuanto a predicar, cuando lo hagan en la esquina de una calle. Es bueno
para ustedes; todos los pastores tendrían que hacerlo unas cuantas veces.
Así que si usted piensa que ha sido llamado y la
iglesia aún no ha reconocido su llamamiento, salga y demuestre su ministerio
por su vida consagrada y la ganancia de almas para Cristo. Los nuevos miembros
son la prueba principal. Muchos laicos lo están haciendo mejor que algunos
pastores en la ganancia de almas. Me parece a mí que cada uno de nosotros los
pastores deberíamos reflexionar cuidadosamente sobre ello y mirar dentro de nosotros mismos y
cambiar nuestros métodos o cambiar de trabajo.
Si la Asociación no tiene suficiente dinero para
emplear al joven que siente que ha sido llamado al ministerio, por qué no puede
decirle: «Aquí hay un pueblo o un barrio, es un pueblo en tinieblas, vaya allí
y predique. Lo alentaremos y lo apoyamos en todo lo que podamos, pero no podemos
pagarle un salario. Si Dios desea que usted predique, muy bien, salga y
predique allí; consiga que la gente acepte la verdad. Consiga que envíen sus
diezmos a la Asociación y en unos tres años usted puede recolectar suficiente
como para que se le pague un salario. Y entonces, nos encargaremos de usted».
¿Por qué no podemos hacer eso? Hemos iniciado pastores auténticos de esa
manera. Algunos de ellos saldrán y conseguirán gente que entregue sus diezmos y
los envíe a la Asociación y la Asociación le enviará
a los jóvenes un cheque. Creo que cualquier joven que pueda conseguir su
salario mediante el diezmo en dos o tres años de trabajo sería digno de ser
aceptado como obrero. Creo que algo semejante a esto se va a hacer alguna vez.
Muy bien, hay una cosa segura. Dios nunca lo
llamará al ministerio si usted no puede predicar. He oído a pastores que eran
cualquier cosa menos elocuentes, pero que podían ganar
almas, que tenían la elocuencia de la fe, una elocuencia de integridad y amor
que nada pudo resistir.
Usted no puede llegar a ser un buen pastor
simplemente por llegar a ser un experto en teología, una
maestro en homilética, un gran teólogo. Usted por la gracia de Dios, debe
proponerse ser un cristiano honesto, la única norma del Nuevo Testamento.
Recuerde, usted mismo forma parte de su
llamamiento al ministerio. Debe poseer cierto talento para hablar, sino Dios
nunca lo habría elegido para proclamar su Palabra. El llamamiento es «Id, predicad»,
pero usted va y predica con lo que usted es. Predica usted mismo, porque el
hombre es el sermón, mucho más de lo que uno se da cuenta. Dijo Jesús: «Así
alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras obras buenas, y
glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo» (Mat. 5:16). Debe brillar su luz. Jesús brilla a través de
usted. La luz debe estar en usted y Dios obra por su medio. La vanidad, la
ambición y el orgullo algunas veces se revisten con las vestiduras de la
oratoria y se encajan como ángeles de luz sobre más de un predicador. Es importante
el carácter personal del predicador. Ahora bien, Beecher nos
advierte que «una parte de su preparación para el ministerio cristiano
consiste en una maduración tal de su disposición que ustedes mismos serán
ejemplos de lo que predican». Usted debe ser un «hombre modelo».
Su llamamiento al ministerio en parte consistirá
en que usted tenga aquellas cualidades que lo harán un buen pastor: buen
temperamento, ciertamente buena salud y seriedad moral. Asegúrese de que es
Dios quien lo llama y no alguna madre amante que desea que su muchacho sea un
predicador, o su padre, o un profesor, o algún otro ser querido. Esté seguro
que es Dios quien lo llama.
Citaré de nuevo de las Yale Lectures, que realmente son
maravillosas: «Cuando Dios llama con voz muy potente en el momento de su
nacimiento», continúa Beecher, «permaneciendo en la
puerta de la vida, y dice: "Cuarto de hombre, preséntate", ese hombre
no es el ministro: "Mitad de hombre, preséntate". No, eso no hará a
un predicador. "Hombre completo, preséntate". Este es usted». El que
va a ser un verdadero ministro cristiano tiene que ser un hombre completo.
Además de todas las cualidades espirituales y
morales, un hombre que entra en el ministerio debería tener sentido común. No
puedo explicar lo que es el sentido común en la forma en que generalmente lo
entendemos. Usted puede ser un orador brillante y bueno, pero si no tiene
sentido común, no entre al ministerio.
Hay un relato de un joven que estaba justo a
punto de dejar su hogar en uno de los valles de Escocia para ir a Edimburgo y
estudiar para ser pastor de en la nueva iglesia. Por supuesto, usted recuerda
la división en la vieja iglesia del estado en Escocia, la kirk [iglesia], llamada así en Escocia. Las personas
a las que no les gustaba la frialdad de la vieja iglesia del estado, se fueron
y construyeron algunos sencillos lugarcitos de culto y se llamaron
a sí mismos la
Free Kirk [Iglesia Libre]. La
gente de la vieja iglesia llamaba a la Iglesia Libre: «La capilla, la iglesia
sin campanario».
«Sí», respondían los miembros de la Iglesia
Libre, «la vieja iglesia, la iglesia fría, la iglesia sin gente».
Bueno, este joven iba a ser predicador en la
nueva iglesia. Antes de que partiera para Edimburgo, su abuelo lo llamó a un
lado y le dijo: «Jamie, tú vas a ser pastor, y hay
tres cosas que necesitas para serlo. Lo primero que necesitas por encima de
todo es la gracia de Dios; segundo, necesitarás conocimiento; y tercero, te
hará falta sentido común. Ahora, si necesitas la gracia de Dios puedes orar por
ella. Si necesitas conocimiento, puedes estudiar para tenerlo. Pero si no tienes
sentido común, regresa a casa, Jamie, y quédate allí; porque
ni Dios ni el hombre te lo pueden dar». El consejo es mejor de lo que parece.
Hay en el ministerio una gran necesidad de eso que llamamos sentido común.
El trabajo de pastor no es tarea fácil. Algunas
veces asume la dirección de una gran iglesia. Algunas veces incluso una
pequeña iglesia lo mantiene más ocupado de lo que podemos imaginarnos. La iglesia
tiene departamentos, posiblemente una escuela de iglesia. Esto exige muchísima
sabiduría y capacidad y paciencia en las relaciones sociales y la
administración, de manera que el pastor también llegue en cierta medida a ser
un ejecutivo. En el púlpito debe ser más o menos un orador. También es maestro,
pero es más que maestro. Un maestro presenta hechos, e insiste sobre ellos, y
los clarifica. Un maestro está ahí para ver que sus alumnos conozcan. Pero no
es suficiente simplemente conocer. Un predicador no solo debe conocer y
enseñar hechos, sino que él tiene que ser; y tiene que enseñar la verdad y
proclamar la verdad de tal manera que otros puedan no solamente conocer, sino
llegar a ser. Esa es la diferencia entre enseñar y predicar.
Se dice del cincel de Miguel Ángel que cada golpe
que daba sacaba a la luz el ángel que estaba en el mármol. Así debe ser con el
predicador: cada uno de sus sermones debe ser un golpe, sacando a luz la
figura oculta de Cristo y la imagen de su vida para vivir en los corazones de
aquellos que escuchan al predicador. Su obra no consiste en ningún proceso
evolutivo interminable, sino que cada mensaje que trae del Libro de Dios a los
oídos de los hombres y mujeres debe sonar con: «Ahora, ahora, hoy; este es el
momento para ser semejante a Cristo; este es el momento de tomar decisiones;
este es el día de la decisión». El predicador debe recordar que la Palabra de
Dios si se queda solo en un libro no es más que letra muerta. Debe vivir en el
predicador de manera que pueda vivir en el oyente. La verdad debe ser una
parte de nosotros para que se convierta en un poder que no tendría si únicamete se lee como cualquier otro libro. Necesita ser
leída, sí, porque el apóstol Pablo razonaba «basándose en las Escrituras» (Hech. 17:
2).
Recuerden siempre que lo que está en el pozo de
nuestros pensamientos saldrá en el balde de nuestra conversación. Finalmente,
saldrá lo que somos
realmente. Si voy a ser un predicador genuino, no solo debo ser capaz de
proclamar el mensaje de Dios en el púlpito, sino que debo vivirlo en mi hogar.
Mi esposa y mis hijos e hija han de saber que yo creo y vivo el mensaje que
predico. Cuando me situó tras el púlpito y veo a mi esposa sentada allí en el
banco, y ella me mira, deseo ser capaz de volver a mirarla y saber que ella
está pensando en lo profundo de su corazón: «Él cree todo lo que dice. Lo sé.
Vivo con él. Lo conozco. Ora conmigo y habla conmigo en el hogar y sé cómo
vive». Mis amigos, si mi esposa no cree que yo soy un hombre de Dios, sincero
y honesto, entonces no soy cristiano. Deseo que mis hijos sean capaces de
decir: «Bueno, papá tiene bastantes defectos; hace esto y hace aquello. Pero
hay una cosa cierta, es sincero. Y si puedo ser un cristiano como papá, entonces
quiero ser cristiano». Eso es lo que deseo que digan. No hay recompensa más
grande en este mundo para el predicador que sus propios hijos e hijas, cuando
lo escuchan predicar o ven su vida en el hogar, se levanten y lo llamen
bienaventurado. También su esposa conoce todos sus defectos, pero los pasa por
alto. Dios bendiga a esas esposas que viven con nosotros, seres imperfectos,
aun siendo pastores, tomando todo lo que tienen que tomar de nosotros, y
sentándose silenciosamente entre el público cuando podrían arruinar cada
sermón levantándose y contando todos nuestros defectos. Pero no lo hacen. Su
esposa sabe si usted es sincero.
Ser un hombre de Dios, con el mensaje de Dios,
del Libro de Dios, para predicar al pueblo de Dios en el día de Dios, ese es el
ideal; eso es lo que todos debemos ser, y lo que deseamos ser, que aquellos que
nos conocen mejor puedan ser capaces de decir cuando escuchan nuestra
predicación: «Eso enternece mi corazón. Sé que cree eso porque lo vive».
Nuestros oyentes pueden decirlo, sea que vivan o no vivan en nuestra casa.
Si alguien no vive el mensaje que predica,
llegará el día cuando será revelado al mundo. Será como fue aquel día cuando
los hijos de Esceva, en un intento para expulsar
espíritus malos, usaron el nombre del Señor Jesús, diciendo: «"Os conjuro
por Jesús, al que predica Pablo". Los que hacían esto eran siete hijos de
cierto Esceva, jefe de los sacerdotes. Pero el mal
espíritu replicó: "Conozco a Jesús, y sé quién es Pablo, pero vosotros,
¿quiénes sois?" Y el hombre en quien estaba el mal espíritu, saltó sobre
ellos, y dominándolos, pudo más que ellos, de modo que huyeron de aquella casa
sin ropa y heridos. Y esto fue conocido
por todos los habitantes de Éfeso, tanto judíos como griegos. Y el temor se
apoderó de todos, y magnificaban el nombre del Señor Jesús» (Hech. 19:13-17).
Cuando niño pasé muchos días en la casa de mis
abuelos maternos. Mi abuela era una gran lectora de la Biblia. Podía leerla y
le daba vida ante nuestros ojos. Más de una vez le escuché leer este texto y
me tentaba la risa mientras ella lo leía. Describía la situación y podía
verla, y la puedo ver ahora. Esos pomposos exorcistas ocupaban una posición
social prominente, eran hombres orgullosos, egoístas, que tenían a la gente en
sus manos. Pero repentinamente, todo cambió. Un hombre puso a siete de ellos
en desordenada fuga. Así que, como correspondía, fueron puestos en evidencia.
Podemos usar el nombre del Señor Jesús, incluso
como lo usaron esos hombres, como un talismán, un exorcismo, una fórmula mágica;
pero llegará el día cuando nuestra impotencia, la aridez de nuestras vidas,
nuestros pretensiones sin apoyo al liderazgo espiritual, todo será barrido, y
los demonios de nuestro orgullo y necedad se reirán de nosotros hasta el
desprecio. Mis queridos colegas, miremos nuestro ministerio como una llamamiento elevado y sagrado. Veamos que en él y en
nuestras vidas el Señor Jesús sea glorificado.
Se cuenta la historia de un predicador en
Carolina del Norte que vivió en los días cuando los predicadores itinerantes
eran hospedados gratis en los hoteles. Este predicador, se presentó en un
hotelito en una pequeña aldea en una región apartada y disfrutó allí de la
hospitalidad por varios días. Quedó sorprendido cuando al marchar, el posadero
le presentó una factura.
—¿Cómo? —dijo—, pensé que a los predicadores los alojaban gratis.
—Desde luego —dijo el posadero—, pero usted llegó y comió sus comidas sin pedir la
bendición. Nadie lo ha visto a usted con una Biblia. Fumó los puros más grandes
que hay en este lugar. Habló de cualquier cosa menos de religión. ¿Cómo sabemos
que usted es un predicador? Usted vive como un pecador, y ahora tendrá que
pagar como los pecadores.
Puede causarnos risa, pero ¿no creen que es lo que nos va a suceder a nosotros si no prestamos
atención? No permita Dios, que el Gran Juez tenga que decir de nosotros: «Usted
vivió igual que los pecadores, y ahora tendrá que estar con ellos». Esto es
algo para que pensemos, ¿verdad?
Hemos de tener un sentido de misión, una misión suprema. Hemos de tener el
valor de decir: «No».
Cuando el Dr. Jowett,
uno de los famosos predicadores del siglo XIX vino de Inglaterra y trabajó en
Nueva York durante casi diez años, sintió que especialmente aquí en los Estados
Unidos los pastores estaban disipando sus energías y su tiempo en cosas sin importancia,
dijo que necesitaban un sentido de misión, una misión suprema. El mismo Dr. Jowett tenía esto. No era fácil para nadie distraer su
atención. Vio claramente que había una carretera principal para que viajara por
ella, y rehusó en todo momento ser desviado o apartado a otros caminos. Tuvo el
valor, que muchos de nosotros no tenemos de decir «No» a muchas comisiones que
lo visitaron y a todas las invitaciones y tentaciones que amenazaban disipar
sus energías. Su obra no fue extensa, pero fue impresionante, y por su ministerio
dejó claro que la impresión del ministerio de cualquier hombre está
generalmente en razón inversa a la extensión de sus actividades.
Reiteradamente advirtió a los pastores aquí en
los Estados Unidos contra el peligro que él creyó que era nuestro pecado
dominante, y puede ciertamente serlo, de entregarnos a demasiadas actividades
ajenas al ministerio. Tratamos de hacer un poco de cada cosa que hace todo el
mundo; por lo tanto, no hacemos nada bien. Al dirigirse a un grupo de pastores,
dijo: «Estoy profundamente convencido que uno de los peligros más grandes que
acosa al ministerio de este país es una dispersión inquieta de energías sobre
una multiplicidad sorprendente de intereses que no deja margen de tiempo o
fuerza para una comunión receptiva y absorbente con Dios». Añadió que lo más
sensato y provechoso que debemos hacer, al menos muchos de nosotros, es
desprendernos de un buen número de asuntos en los cuales no tenemos
responsabilidad directa. No tienen valor permanente, no sirven a ningún
propósito necesario, y solo disipan energías que debieran ser consagradas a la
tarea a la cual hemos sido llamados y para la cual fuimos ordenados.
Aquí están las doce reglas de Wesley para los pastores metodistas. Podría ser bueno
para nosotros examinarlas de arriba abajo cuidadosamente.
1. Sea diligente. Nunca esté desocupado. Nunca esté ocupado en trivialidades. No se dedique jamás a «matar» el tiempo, ni gaste más tiempo en ningún lugar del que sea estrictamente necesario. Sea formal. Que su lema sea "Santidad al Señor". Evite toda liviandad, bromas, y la conversación necia.
2.
Converse escasa y cautelosamente
con las mujeres, particularmente con mujeres jóvenes.
3.
No dé ningún paso
hacia el matrimonio sin solemne oración a Dios y en consulta con sus hermanos.
4.
No crea nada malo de
nadie a menos que esté plenamente probado; y fíjese muy bien en cómo lo cree.
Haga la interpretación más positiva posible en todos los casos. Usted sabe que
se supone que el juez siempre está al lado del acusado.
5.
No hable mal de nadie,
si no quiere que sus palabras sean como la carcoma o el cáncer. No diga nada de
nadie mientras no haya hablado antes con la persona implicada.
6.
Dígale todo lo que
usted pensó mal de él, con cariño y claramente, y tan pronto como pueda; de
otro modo eso amargará su propio corazón. Dese prisa en arrojar el fuego fuera
de su pecho.
7.
No se alie únicamente con el poderoso. Un predicador del evangelio
es el siervo de todos.
8.
No se avergüence de
nada sino del pecado; ni aun de lustrar los zapatos cuando sea necesario.
9.
Sea puntual. Haga cada
cosa exactamente a tiempo. Y no enmiende nuestras reglas, sino obsérvelas, y
eso por causa de la conciencia.
10.
Usted no tiene nada
más que hacer que salvar almas. Por lo tanto gaste y sea gastado en esta obra.
Y vaya siempre, no solamente a aquellos que lo necesitan, sino a aquellos que
lo necesitan más a usted.
11.
Actúe en todo, no de
acuerdo a su propia voluntad, sino como un hijo en el evangelio, y en unión con
sus hermanos. Como tal, es su obligación emplear su tiempo como lo orientan
nuestras reglas; en parte en la predicación y en hacer visitas de casa en casa,
en parte en la lectura, meditación y oración. Por encima de todo, si trabaja
con nosotros en la viña de nuestro Señor, es necesario que cumpla con la parte
de la obra que le encomiende la Asociación, en el momento y el lugar que ellos
juzguen más importantes para la gloria de Dios».
Observe, no es su deber predicar tantas veces y
cuidar meramente de este o de aquel segmento de la sociedad, sino salvar
tantas almas como usted pueda, llevar tantos pecadores como pueda al arrepentimiento, y, con todo su poder, establecerlos
en aquella santidad sin la cual nadie verá al Señor. Y recuerde, un pastor
metodista debe considerar cada punto, grande o pequeño, a la luz de la
disciplina metodista. Por lo tanto, necesitará toda la gracia y el sentido que
tiene, y estar siempre alerta.
En la actualidad se habla mucho sobre el
ciudadano común y corriente, como esto y aquello debe ser hecho para ese
ciudadano. Pero Dios está exigiendo «ciudadanos» poco comunes. Si usted se enferma, necesita el mejor médico;
si su automóvil falla o se avería, necesita el mejor mecánico. Si entramos en
guerra, necesitamos el mejor almirante, el mejor general. Herbert Hoover dijo una vez: «Nunca me encontré con un padre o
una madre que no desearan que sus hijos crecieran para ser hombres y mujeres
extraordinarios». Ojalá que siempre sea así. Continuó diciendo que el futuro
del país no descansa en la mediocridad sino en la renovación constante del li- derazgo en cada fase de nuestra vida nacional.
Así es con el ministerio cristiano. Dios está
buscando hombres extraordinarios, extraordinarios en su consagración,
extraordinarios en su entrega al poder del Espíritu Santo, extraordinarios en
esperanza y fe, extraordinarios en su dominio de las Sagradas Escrituras.
Alguien escribió lo que sigue en cuanto al pastor
y su tarea. Estoy citando de la Review and Herald (2 de agosto de 1956):
«Si es joven, le falta experiencia. Si su cabello
es gris, es demasiado viejo. Si tiene cinco o seis hijos, que tiene muchos; si
no tiene ninguno, que está dando mal ejemplo. Si al predicar usa notas, que
tiene sermones enlatados y es seco; si improvisa, que no es profundo. Si es
atento con el pobre, está actuando para impresionar a la gente; cuando lo es
con el rico, está tratando de ser un aristócrata. Si usa muchas ilustraciones,
descuida la Biblia; si no usa, no es claro. Si condena lo malo, es un
intolerante; si no lo condena, es cómplice del mal. Si predica una hora, es
rollista; si predica menos, es holgazán. Si predica la verdad, es ofensivo; si
no la predica, es un hipócrita. Si fracasa en agradar a todo el mundo, está
lastimando la iglesia; si agrada a todos, no tiene convicciones. Si predica
sobre el diezmo, es un agarrado al dinero; si no predica sobre el diezmo, está
fracasando en desarrollar a la gente. Si recibe un gran salario, es un
mercenario; si recibe un salario pequeño, demuestra que no es digno de más. Si
predica todas las veces, el pueblo se cansa de escuchar siempre al mismo; si invita a otros predicadores, está evadiendo la
responsabilidad. Y luego dirán que el pastor se la pasa bien».
Esto parece divertido cuando ustedes lo leen,
pero no es tan divertido cuando lo experimentan. Cualquiera puede criticar, y
casi todo el mundo lo hace en un momento u otro. El diablo era el acusador de
los hermanos, pero algunos de los hermanos siempre están acusando. Nunca
seremos capaces de satisfacer a todo el mundo, y algunas veces, aparentemente
a nadie. Pero, queridos colegas, deberíamos ser muy fervorosos cada día y
siempre tratar de satisfacer a nuestro Señor, el Único que nos ha llamado a
predicar. Piense en las grandes responsabilidades que llevamos, como las
encuentro en este poema copiado con la letra de mi madre, que llevo en mi
Biblia:
Somos la única Biblia que leerá /un mundo
negligente;
somos el evangelio del pecador,
/somos el credo del burlador;
somos el último mensaje de Dios,
/proclamado de palabra y con los hechos.
¿Qué ocurriría si la letra estuviera torcida?
¿Qué ocurriría si la impresión estuviera borrosa?
¿Qué ocurriría si nuestras manos estuvieran
/ocupadas con otra obra que no es la suya?
¿Qué ocurriría si nuestros pies estuvieran
/caminando donde está la
fascinación /del pecado?
¿Qué ocurriría si nuestras lenguas hablaran /de
cosas que sus labios rechazan?
¿Cómo podemos ayudar al Señor y apresurar /su
regreso?[*]
No conozco al autor de este poema, pero quisiera
haberlo podido escribir yo mismo. Quienquiera que fuera, escribió un mensaje para mi corazón. ¿Cómo podemos ayudar al Señor
Jesús y a su obra aquí? ¿Cómo podemos apresurar su venida? Siendo verdaderos
predicadores de su evangelio; siendo como debemos ser, de manera que podamos
predicar como debemos predicar.
El predicador debe estar recibiendo continuamente
fortaleza de Dios. No espere a predicar el evangelio hasta que tenga suficiente
poder del Espíritu Santo para que lo conduzca hasta el fin. De niño hice un
viaje con mi familia de Denver
a Salt Lake City, en el viejo
ferrocarril D &
RG construido por trabajadores irlandeses.
Fue entonces cuando aprendí mi primer poema:
Pastelito sobre el ferrocarril, pastelito sobre
el mar, pastelito para ir al cielo, sobre el D & RG[†]
Cuando salimos de la estación del ferrocarril en Denver, vimos delante de nosotros las imponentes Montañas
Rocosas. ¿Esperó el maquinista en esa estación hasta que tuvo suficiente vapor
para llevar el tren por las Montañas Rocosas hasta Salt Lake City y hasta San Francisco? No, cuando salimos de
la estación, la válvula de seguridad estaba dejando escapar la presión del
vapor. El maquinista mantuvo el vapor suficiente para arrastrar el tren.
Primero, tenía suficiente vapor para comenzar; después suficiente vapor para
continuar, y allí había nuevo vapor que se generaba en todo el trayecto por las
montañas. Si en aquella caldera hubiera habido suficiente vapor para llevar el
tren todo el trayecto por las montañas cuando comenzó el viaje, habría
explotado la máquina, el tren, y los pasajeros.
Dios no nos da gracia y poder en el primer día de
nuestro ministerio para llevarnos por todo el camino hacia el reino de gloria.
Día tras día recibimos fuerza de él. Mis jóvenes amigos, oren a Dios para que
tengan el vapor suficiente para comenzar. Después, cada día recibirán poder del
Señor y fuerza para continuar durante ese día, y cada día hasta el último día.Se cuenta que el finado John Robertson, de Glasgow, uno de los grandes predicadores de
Dios durante cuarenta años, fue apóstata durante veinte años de ese período. En
el púlpito era un apóstata, él dijo que lo era. El brillo de su primer
ministerio se había ido. Decidió a renunciar, y una mañana oró: «Oh Dios, tú
me diste esta comisión hace veinte años, pero yo he cometido un error y
fracasé, y ahora quiero renunciar». Más de un pastor ha deseado orar de esa
manera. Se derrumbó mientras oraba, y entre sus sollozos le pareció oír la voz
del Señor que le decía: «John Robertson,
es verdad que te comisioné hace veinte
años. Es verdad que has cometido un error y has fracasado, pero, John Robertson, no estoy aquí para que tú renuncies a tu comisión,
sino para que vuelvas a afirmar tu comisión». Y se nos dice que ese «volver a
afirmar» hizo que aquel ministro del evangelio alcanzara sus mayores y mejores
logros. Hizo su mayor obra después de eso. Amigo, si ha habido una crisis en su
vida y desea renunciar, permítale a Dios que vuelva a afirmar su comisión.
Dwight I. Moody sufrió una crisis en su vida. Un día, en la habitación
de un hotel en Nueva York, mientras ayunaba y oraba, el poder de Dios
descendió sobre él hasta que tuvo que pedirle a Dios que sostuviera su mano.
Tenemos a John Wesley de treinta y cuatro años, y un fracaso en el
ministerio, sin convertirse; aunque tenía suficiente preparación como para
haberse graduado en la Universidad de Oxford. Ya había sido ordenado por la
Iglesia de Inglaterra, pero era un fracaso completo, y él lo sabía. Entonces
una noche entró en una pequeña capilla de la calle Aldergate,
y, presten atención, un laico se levantó y leyó de la introducción del
comentario de Lutero a Gálatas. Y mientas leía, Wesley quedó tan impresionado, que más tarde escribió:
«Sentí un ardor extraño en mi corazón. Después me di cuenta que yo, aun yo,
podía encontrar el perdón de mis pecados». ¡Y sucedió cuando un laico leía de
las palabras del Reformador en aquella pequeña reunión! John Wesley nació de nuevo y salió para hacer una obra
poderosa para Dios. Momentos como esos, en la madurez de la experiencia, pueden
ser suficientes para quitarse de encima para siempre el espectro de cualquier
sensación de profesionalismo de nuestras vidas y mantenernos cerca de Jesús
cada día.
Recuerde esto, mi querido colega, si pertenece a
Cristo y Dios lo ha llamado a predicar su evangelio, nada en la tierra puede
hacerle daño. Cuando alguien fue a Jesús para advertirle diciendo: «"¡Vete
rápidamente de esta ciudad! ¡Herodes te quiere matar!", Jesús contestó:
"Decid a ese zorro: 'Yo echo demonios y realizo sanidades hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra'"»
(Luc. 13:
32). ¿Qué quiso decir
Jesús con eso? Quiso decir que tenía una tarea por hacer, una tarea que Dios le
había dado a él; y hasta que no la hiciera, Herodes no podía causarle daño,
Pilato no podía causarle daño, el César no podía causarle daño, ningún hombre
en la tierra podía causarle daño; ni siquiera los demonios podrían hacerle
daño. Él fue el Hombre de Dios en la obra de Dios. Y así es con usted y
conmigo. ¡No hay liberación de esa guerra, predicador! No nos hemos enrolado
por tantos días o años; nuestro compromiso es por toda la duración del
conflicto.
No hace mucho tiempo la revista Time publicó un artículo titulado Why Ministers Are Breaking
Down [Por qué se agotan los ministros] escrito por el
Dr. Wesley Shrader de la
Yale Divnity School
[Seminario Teológico de Yale]. Declara que un gran número de los pastores de parroquia
están sufriendo un colapso nervioso, que las funciones que tiene que desempeñar
el pastor se han vuelto imposibles, que el problema número uno de los clérigos
hoy es la salud mental.
Los pastores se están agotando. Pero amigos,
deseo decirles que si ustedes hacen la obra que Dios los llamó a hacer no
quedarán agotados por ella. Él nunca lo llama a usted a hacer cosas que
provoquen su agotamiento. Pero los pastores se agotan. Pescan «fastidiamien- to» como dice un
amigo mío de Arkansas. Pienso que lo retrata mejor que la palabra
apropiada. Ningún pastor puede hacer su obra hoy sobre la base de un día de
ocho horas o una semana de cuarenta horas. Muchos hombres dedican hasta setenta
y cuatro horas por semana en su trabajo, como ha indicado una encuesta hecha
últimamente. Lo que se les exige a los pastores resulta a menudo inalcanzable.
Pero la obra real que Dios nos ha llamado a hacer no es inalcanzable. Él nunca
nos pide imposibles. Los hombres a menudo nos los exigen, pero Dios no. Por
supuesto, siempre habrá más que hacer de lo que posiblemente podamos hacer. La
gente quiere que hagamos más, e incluso cosas que no tenemos la obligación de
hacer, ya que no podemos hacer tantas cosas y a la vez conceder la supremacía
a la gran obra de Dios. Pero ninguno de nosotros necesita sentirse destruido o
ahogado, o agotado por esas cosas. No podemos competir con las voces de la
radio y de la televisión, ni con el tremendo clamor y confusión de estos
tiempos; pero como señaló un redactor de la revista Christian Century,
tenemos una gran ventaja: Podemos proclamar
el glorioso evangelio cristiano, podemos señalar su significado para la vida
actual, y podemos satisfacer los más profundos anhelos de los corazones
humanos. Al predicar el evangelio en nuestras iglesias no tenemos quien nos
haga competencia. Tenemos un mensaje que es eterno, que siempre es oportuno, y
que se adapta al corazón humano porque fue hecho para el corazón del hombre
por el Dios que hizo al hombre.
Cuando yo tenía diecinueve años estaba sentado a
la cabecera de la cama de mi abuelo en la última noche de su vida. Era un
hombre piadoso, un cristiano piadoso, herrero y granjero. Había vivido en Alaska durante la fiebre del oro. Ahora estábamos él y yo
a solas. De repente me dijo que quería bajar de la cama. Traté de impedírselo,
porque estaba muy enfermo. Pero como era un hombre fuerte, bajó de la cama sin
que yo pudiera evitarlo. Se dirigió al estante en la habitación y tomó su
gastada Biblia.
Yo ya había comenzado a estudiar para el
ministerio, y a hacer lo que podía en la obra de salvar almas. Mi abuelo había
orado a menudo que el Señor colocara su mano sobre mí y me guiara al ministerio
cristiano. Se sentó en el borde de la cama y me dijo: «Hijo, tú vas a ser
pastor, un predicador para Cristo. Dios te ha llamado a su ministerio y yo
deseo leerte algo que necesitas conocer, y que nunca debes olvidar». Buscó 1 Corintios 2, y leyó la mayor parte
del capítulo, recalcando los versículos 13 al 16. Insistió que el predicador debe ser capaz de
comparar las cosas espirituales con lo espiritual. «Pero el hombre natural no
percibe las cosas del Espíritu de Dios, porque le son necedad». Las cosas
espirituales se han de «discernir espiritualmente». Después cerró el Libro y
dijo: «Hijo, recuerda, nunca puedes ser un ministro de Cristo a menos que seas
espiritual. Solamente un hombre espiritual puede entender las Escrituras, porque
fueron escritas por el Espíritu de Dios. Tú no podrás predicar las Escrituras a
menos que seas espiritual, porque no las podrás entender».
Volvió inmediatamente a la cama. Unas pocas horas
más tarde, con mi brazo debajo de su hombro, murió con las palabras de la Escritura
en sus labios. «¡Qué profunda riqueza de la sabiduría
y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables
sus caminos!» (Rom. 11: 33). Hice que se escribiera ese versículo en su
lápida sepulcral bajo el cielo de Colorado. Aquella fue la primera vez que veía
a la muerte, y ya me ha tocado verla demasiado a menudo desde entonces; pero
puedo decir de su muerte: «Muera yo la muerte de los rectos, y sea mi fin como
el suyo» (Núm. 23:10).
Aquellas palabras suyas de amonestación han
sonado en mi corazón desde entonces: «Para ser un ministro debes ser
espiritual». Cuando fui ordenado pastor, tomé como mi voto las palabras de 1 Corintios 2:1-2, y ese ha sido mi lema en el ministerio desde
entonces. Quiero recalcarles a ustedes, amigos y compañeros predicadores, que
un verdadero pastor tiene que ser un hombre espiritual. Ha de tener la Palabra
de Dios resonando en su corazón.
Podría decir mucho más sobre lo que debería ser
el predicador. Se ha dicho en varias ocasiones y mucho mejor de lo que yo puedo
decirlo. También es fácil decir estas cosas, pero mucho más difícil es
vivirlas; es más, resulta imposible vivirlas con nuestras propias fuerzas. Y
aun cuando hemos dicho todo, podemos resumirlo en una sola frase: Para ser un
ministro de Cristo, recibir su llamamiento y servirle, debemos ser hombres
espirituales. Y si el Espíritu Santo nos está dirigiendo, guiando, no solo en
toda verdad sino en todo servicio, sosteniéndonos, enseñándonos, mostrándonos
las cosas de Cristo, seremos buenos ministros de Cristo.
Permítanme decirles, jóvenes, que nunca se
arrepentirán de haber caminado en el llamamiento de Dios. El ministerio de
Cristo es la única ocupación eterna. Está el atleta ágil cuyo nombre se
escribe con honor en el mundo de los deportes. Eclipsa a todos los contendientes,
está a la cabeza en todo, derecho hasta el mismo decatlón. Pero transcurren
unos pocos años y acaba siendo tan frágil e impotente como un niño, y todo lo
que le queda son unas cuantas medallas que ganó.
Está el gran humorista cuyo nombre se ha
extendido a través de los continentes y llegó a ser rico haciendo reír a la
gente; miles de personas sueltan carcajadas cada noche al verlo en la
televisión. Pero se nos dice que a menudo llora él mismo antes de conciliar el
sueño. Finalmente se deja caer en la oscuridad sin Cristo, sin esperanza, y sin
Dios en este mundo, o en el mundo por venir.
Está el gran estadista, el hombre de negocios
cuyo nombre está en la boca de todos y en los titulares de los periódicos
alrededor del mundo. Sus planes y oratoria han atraído a multitudes durante
años, pero ahora su reputación se desvanece en la oscuridad. El imperio que él
imaginó y organizó se ha roto en pedazos por las luchas intestinas. Ahora es
solamente un nombre en la historia. Aun el orador elocuente, que es muy solicitado,
el de pico de oro, y personalidad magnética, pasan los años y se va, y todo lo
que queda es un recuerdo semejante a un canto amoroso o a una nube que pasa en
un día de verano. El cantor talentoso cuya voz conmovió a millones y los
mantuvo en un éxtasis sin aliento, ahora está silencioso, su voz ya no se oye
más.
Pero aquí está el fiel ministro de Cristo, que
vivió la Palabra de Dios para poder predicarla, y predicó la Palabra de Dios
para que los hombres pudieran vivirla. Fue sincero, íntegro, fiel, fue un estudiante
de la Palabra, un hombre de oración, un hombre de urgencia, un hombre de amor.
Pasaron los años y él ya no está más con nosotros, pero su vida está escondida
con Cristo en Dios, y cuando Aquel que es la vida aparezca, entonces él también
aparecerá con Cristo en gloria (Col. 3:
3,4). Aunque han cesado
todas las profesiones terrenales; el médico cristiano ya no atenderá más a los
enfermos, la enfermera no tendrá que mantenerse en pie en noches agotadoras
cuidando enfermos terminales; el gran administrador, el guerrero, el
financista, y todos los de estas profesiones hayan pasado para siempre, este
predicador de Dios que les está dirigiendo la palabra, seguirá proclamando por
todas las edades sin fin la historia de la redención, recordando aquel día
cuando la cruz salvadora se alzó sobre una colina. Les contará la historia de
la redención a mundos llenos de asombro. Sí, los grandes de la tierra pasarán
en un eterno eclipse, pero el ganador de almas, el verdadero predicador que fue
enviado por Dios, que predicó por Dios y vivió por Dios, no solamente vive su
vida muchas veces en las vidas de aquellos que llevó a Cristo, sino que vivirá
para siempre en la presencia de Aquel que lo llamó a ser un predicador, porque
está escrito: «El que gana almas es sabio», y «entonces los sabios
resplandecerán como el fulgor del firmamento, y los que enseñan la justicia a
la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad» (Prov. 11: 30; Dan. 12:
3).