Capitulo Catorce
Un pueblo con una misión profética
De pronto cambia el panorama, y ¡qué cambio más grato! De escenas de apostasía
y ruina, de cuadros de violencia y blasfemia, pasamos a contemplar un panorama de paz y
seguridad.
De esta manera, el Señor quiere hacernos recordar nuevamente el mensaje
principal del Apocalipsis: ¡Cristo triunfará! El capítulo 13 nos ha revelado lo que el
enemigo se propone hacer. “Nadie podrá comprar ni vender —grita. ¡Decreto de muerte
para los que no adoren a la imagen!” El Señor no quiere que nadie emprenda el camino de
la cruz a ciegas, ignorando la oposición, la frustración y los problemas que le esperan.
Quiere que sus seguidores cuenten el costo para que no digan después: “Es que nadie me
dijo. Creí que sería fácil” (ver Luc. 14:26-33).
Pero también tenemos que saber que no todo es sombrío y que, con Cristo,
nuestra victoria está asegurada. De esta manera, el capítulo 14 constituye la contraparte
del 13, porque revela que Dios acompaña a su pueblo aun en los días más aciagos del
viaje. (192)
Los que siguen al Cordero
Después miré, y he aquí el Cordero estaba en pie sobre el monte Sion, y con él
ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de él y el de su Padre escrito en la
frente (vers. l).
En el mundo no se oyen más que rugidos y amenazas, pero muy por encima de
todo esto, "sobre el monte Sión”, está el Cordero, y con él, su pueblo. Abajo, en el oscuro
valle, hay sombras de muerte, pero sus ovejas nada temen, porque su vara y su cayado les
infunden aliento (Sal. 23:4), y todas las cosas les ayudan a bien (Rom. 8:28). Anda, pueblo
mío—les dice—, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito,
por un momento, en tanto que pasa la indignación” (isa. 26:20).
No es extraño que el dragón se sienta frustrado: la furia de la tormenta sólo ha
servido para aclarar más lo inamovible que es la Roca de su salvación. Su consigna es la ley
de Dios, la gloria de Jehová es su retaguardia (Isa. 58:8) y la bandera que ondea sobre ellos
es el amor (Cant. 2:4).
Y para confirmar aún más su seguridad, Dios ha colocado en ellos su sello: el
nombre del Cordero y el de su Padre. No se trata de una marca visible, sino que es la
impresión del nombre, o sea del carácter de Dios, en sus mentes y corazones y vidas, que
da evidencia de su relación de fe. Esta es la señal inequívoca de su identidad como pueblo
de Dios (ver Apoc. 22:12). Es la forma como Dios da a conocer a los que le pertenecen.