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sufrido en toda su historia. Se trata del ateísmo racionalista y la crisis producida por esta
filosofía a fines del siglo XVIII en la Revolución Francesa.
Y sus cadáveres estarán en la plaza de la grande ciudad que en sentido espiritual se
llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro Señor fue crucificado (vers. 8).
De todas las naciones mencionadas en la historia bíblica, fue Egipto el que más
descaradamente negó la existencia de Dios y se opuso a su palabra, El faraón de Egipto
llegó a pronunciar aquellas palabras temerarias: “¿Quién es Jehová para que yo oiga su
voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová ni tampoco dejaré ir a Israel” (Éxo. 5:2). De
esta manera, el rey egipcio rechazó la palabra que el Señor le estaba enviando por la boca
de sus dos testigos, Moisés y Aarón, y trajo sobre su pueblo las plagas prometidas.
Lo mismo ocurrió en el Siglo XVIII. Durante 1,260 años la Biblia había sido oprimida
por el enemigo bajo el disfraz de una falsa religiosidad. Pero el racionalismo del siglo XVIII
llegó a ser aún más violenta en su actitud. Al ser dominada por este movimiento, la
Francia revolucionaria, así como hizo Egipto, se jactó osadamente de su ateísmo. En 1793
se expidieron en la cámara francesa los decretos que abolían la religión cristiana y
desechaban la Biblia. En 1794 se inauguró una nueva religión: el culto a la Razón; y el
obispo de París negó solemnemente la existencia de la Deidad a cuyo servicio se había
dedicado anteriormente. Cuando el culto a Dios había sido abrogado oficialmente,
empezaron a recogerse las Biblias y otros libros religiosos para ser quemados en enormes
pilas en las plazas públicas.
Al acontecer esto, Francia no tardó en caer también en la corrupción y depravación
moral que habían caracterizado a las ciudades de la llanura, como Soiloma y Gomorra.
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Los valores de la familia, la santidad del matrimonio y la di1 la vida misma pronto
fueron pisoteados por una sociedad que, cada vez más, se entregaba a la sensualidad y a
la degradación moral.
La historia sagrada registra que aun cuando Sodoma había caído en una condición
espantosa de perversión moral, el Señor, en su misericordia, le envió un último mensaje
de amonestación en la voz de dos testigos. En este caso, los dos testigos fueron ángeles
que llegaron a Sodoma en la última noche de su existencia con el propósito de buscar y
salvar a los que quisieran hacerles caso, pero Sodoma también rechazó a los mensajeros
que el cielo le estaba enviando. A los depravados habitantes de la ciudad les pareció que
el mensaje celestial era absurdo. Antes bien, se fastidiaron con los mensajeros y quisieron
abusar de filos y darles muerte en la calle de la ciudad (Gén. 19:1-14). De esta manera,
Sodoma despreció la única voz que podía haber significado su salvación. Cuando había
hecho esto, llegó segura y terrible la hora de su destrucción. De la misma manera, cuando
Francia rechazó el mensaje celestial, hizo quemar en la plaza pública el único libro cuyo