En un principio, los dos pasajes se parecen: en ambos, uno de los siete ángeles que
habían derramado las plagas habla con el profeta y le dice: “Ven acá”, y entonces lo lleva
en espíritu para ver a una mujer que es una gran ciudad.
Pero allí termina la parte en que se parecen las dos visiones, pues en el capítulo 17
el ángel lleva al profeta a un lugar triste y solitario y le muestra una ciudad llamada
“Babilonia la grande, madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” (17:1-5).
En el capítulo 21, le enseña una mujer pura, la desposada del Cordero.
El contraste que se nota no es casual. Babilonia se ha prostituido, adulterando su
mensaje y su culto con elementos del paganismo y buscando el apoyo del estado para
sustentar su error. Trae un atuendo de púrpura y escarlata, símbolo de su autoridad
política y la pompa y el esplendor del mundo. La ciudad santa, en cambio, irradia la pureza
y la gloria del Cielo. Su fulgor es semejante al de una piedra preciosísima. (272)
Cristo se ha ocupado en purificar a su pueblo “por el lavamiento del agua por la
palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni
arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efe. 5:26,27). El proceso ha
sido penoso, pero se ve el resultado en la nueva Jerusalén que ahora desciende
suavemente a la tierra, reluciente como “piedra de jaspe, diáfana como el cristal”.
Un cuadro de seguridad y paz
Tenía un muro grande y alto con doce puertas; y en las puertas, doce ángeles
y nombres inscritos, que son de las doce tribus de los hijos de Israel; al
oriente tres puertas; al norte tres puertas; al sur tres puertas; al occidente
tres puertas. Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los
doce nombres de los doce apóstoles del Cordero (vers. 12-14).
Las ciudades amuralladas de la antigüedad no podían darse el lujo de tener
muchas puertas porque cada entrada representaba un punto débil en las defensas, un
punto en donde el enemigo podía penetrar. Pero la ciudad celestial tiene doce puertas las
cuales no se cierran jamás (Apoc. 21:25). Es un cuadro de perfecta seguridad en un mundo
donde “no harán mal ni dañarán en todo mi santo monte” (isa. 11:9). Es un testimonio
más acerca del carácter de los que habitan aquella ciudad.
De acuerdo con la figura que vimos en el capítulo 7, las doce tribus representan la
totalidad de los sellados. Hay doce mil de cada tribu. Ninguna tiene más y ninguna tiene
menos. La misma idea se refleja aquí en el capítulo 21, porque dice que cada tribu tiene su
puerta. Ninguna tiene dos puertas y ninguna ha sido pasada por alto. “Dios no hace
acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia”
(Hech. 10: 34, 35). (273)