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Capítulos Ocho y Nueve
El séptimo sello y los juicios de Dios
Cuando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo como por media hora.
Y vi a los siete ángeles que estaban en pie ante Dios; y se les dieron siete trom-
petas.
Otro ángel vino entonces y separó ante el altar, con un incensario de oro; y se le
dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de uro
que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo
del incienso con las oraciones de los santos. Y el ángel tomó el incensario, y lo llenó del
fuego del altar, y lo arrojó a la tierra; y hubo truenos, y voces, y relámpagos, y un
terremoto
(vers. 1-5).
Al finalizar el sexto sello las gentes exclamaban angustiadas, “¡El gran día de su ira
ha venido!” (6:17). Esta expresión señalaba la expectación general de que el juicio y la
segunda venida de Cristo iban a empezar en ese momento.
Luego vino el capítulo 7 que es una interrupción, un paréntesis, para explicar que
los eventos finales no pueden ocurrir “hasta que hayamos sellado en sus frentes a los
siervos de nuestro Dios” (Apoc. 7:1-3). (129)
El día de la expiación
En el antiguo tabernáculo, el sellamiento o confirmación del pueblo en el favor de
Dios era el resultado de la ceremonia anual llamada “día de la expiación” (ver Levítico,
cap. 16).
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El séptimo sello representa precisamente ese impresionante “día”.
Podemos notar varios elementos en esta profecía que se refieren al día de
expiación.
El silencio en el cielo.
Cuando el ángel abrió el séptimo sello, “se hizo silencio en el
cielo”. En el antiguo rito de expiación el pueblo se reunía alrededor del tabernáculo
guardando el más profundo silencio.
El incienso añadido.
Durante todo el año ardía incienso sobre el altar en la forma
de brasas de material sólido. El humo de ese incienso representa las oraciones del pueblo
de Dios (Apoc. 5:8). En el día de la expiación, el sumo sacerdote tomaba de esas brasas, las
colocaba en un incensario portátil y pasaba con ellas detrás del velo para presentarse “en
la presencia de Dios”. En una mano llevaba el incensario suspendido de una cadena y en la
otra, un puñado de incienso molido. Al pasar detrás del velo, derramaba el incienso
molido sobre las brasas haciéndolo arder instantáneamente para llenar el lugar santísimo
de una densa nube de humo (Lev. 16:12,13). Precisamente ese rito de incienso añadido se