Página 132 - Comentario bíblico adventista del séptimo día tomo Apocalips

Versión de HTML Básico

profecías del Apocalipsis se aplican también a lo que está más allá de la situación inmediata
y local (cf. com. cap. 1: 11). Cualquier evidencia para la fecha de la redacción del
Apocalipsis debe basarse, en primer lugar, por lo menos en otras clases de evidencias y
razonamientos.
El testimonio de los primeros escritores cristianos es casi unánime en el sentido 739 de que
el libro de Apocalipsis fue escrito durante el reinado de Domiciano. Ireneo, que afirma que
tuvo relación personal con Juan por medio de Policarpo, declara del Apocalipsis: "Porque eso
no fue visto hace mucho tiempo, sino casi en nuestros días, hacia fines del reinado de
Domiciano" (
Contra herejías
v. 30). Victorino (m. c. 303 d. C.) dice: "Cuando Juan dijo estas
cosas estaba en la isla de Patmos, condenado a trabajar en las minas por el césar
Domiciano. Por lo tanto, allí vio el Apocalipsis" (
Comentario sobre el Apocalipsis
, cap. 10: 11;
ver com. Apoc. l: 9). Eusebio (
Historia eclesiástica
iii. 20. 8-9) registra que Juan fue enviado
a Patmos por Domiciano, y que cuando los que habían sido desterrados injustamente por
Domiciano fueron liberados por Nerva, su sucesor (96-98 d. C.), el apóstol volvió a Efeso.
Un testimonio cristiano tan antiguo ha inducido a los autores de este Comentario a fijar el
momento cuando se escribió el Apocalipsis, al final del reinado de Domiciano, o sea antes de
96 d. C.
Por lo tanto, es interesante mencionar brevemente algo de las condiciones que existían en el
imperio, particularmente las que afectaban a los cristianos durante el tiempo de Domiciano.
Durante su reinado la cuestión de la adoración del emperador llegó a ser por primera vez
crucial para los cristianos, especialmente en la provincia romana de Asia, región a la cual se
dirigieron en primer lugar las cartas a las siete iglesias. Ver com. cap. 1: 1, 11.
La adoración del emperador era común en algunos lugares al este del mar Mediterráneo aun
antes de Alejandro Magno. Este fue deificado y también sus sucesores. Cuando los romanos
conquistaron el Oriente, sus generales y procónsules eran aclamados a menudo como
deidades. Esta costumbre fue mucho más fuerte en la provincia de Asia, donde siempre
habían sido populares los romanos. Era común edificar templos para la diosa Roma,
personificación del espíritu del imperio, y con su adoración se relacionaba la de los
emperadores. En el año 195 a. C. se le erigió un templo en Esmirna; y en el 29 a. C. Augusto
concedió permiso para la edificación de un templo en Efeso para la adoración conjunta de
Roma y de Julio César, y de otro en Pérgamo, para la adoración de Roma y de sí mismo.
Augusto no promovía su propia adoración, pero en vista de los deseos expresados por el
pueblo de Pérgamo, sin duda consideró tal adoración como una conveniente medida política.
En ese culto la adoración de Roma poco a poco llegó a ser menos importante, y sobresalió la
del emperador. La adoración de éste en ninguna manera reemplazaba la de los dioses
locales, sino que era añadida y servía como un medio para unificar el imperio. Los rituales
del culto del emperador no siempre se distinguían fácilmente de las ceremonias patrióticas.
En Roma se instaba a no adorar a un emperador mientras aún vivía, aunque el senado
deificó oficialmente a ciertos emperadores ya muertos.
Gayo Calígula (37-41 d. C.) fue el primer emperador que promovió su propia adoración.
Persiguió a los judíos porque se oponían a adorarlo, y sin duda también hubiera dirigido su
ira contra los cristianos si hubieran sido lo bastante numerosos en sus días como para que le
llamaran la atención. Sus sucesores fueron más condescendientes, y no persiguieron a los
que no los adoraban.
El próximo emperador que dio importancia a su propia adoración fue Domiciano (81-96 d. C.).
El cristianismo no había sido aún reconocido legalmente por el gobierno romano (ver p. 769),
pero aun una religión ilegal difícilmente fuera perseguida a menos que se opusiera a la ley; y
esto fue precisamente lo que hizo el cristianismo. Domiciano procuró con todo empeño que
su pretendida deificación se arraigara en la mente del populacho, e impuso su adoración a