tomada por asalto, y Tamerlán construyó un muro con los cadáveres de las valientes víctimas
de Filadelfia, como había levantado una torre con los cráneos de los esmirnenses capturados
durante el asedio de su infortunada ciudad. El lugar donde tuvo lugar este terrible suceso
todavía es señalado por los ciudadanos de
Alashehir.
Esta catástrofe no destruyó la voluntad de sobrevivir de los cristianos de Filadelfia ni apagó
su determinación de permanecer fieles a su religión. Parece que recordaban la admonición
de retener lo que tenían para que nadie les quitara su corona (Apoc. 3: 11). Aunque toda la
región cayó finalmente en poder de los turcos y el cristianismo en el Asia Menor murió lenta
pero seguramente. Filadelfia, como Esmirna, permaneció siendo una ciudad cristiana. Es
una notable coincidencia que las dos ciudades -Esmirna y Filadelfia- que retuvieron por más
tiempo que cualquier otra ciudad del Asia Menor su carácter cristiano y su población
cristiana, son las mismas ciudades cuyas iglesias eran tan puras e intachables en los días de
Juan, que merecieron que se les hubiera escrito las únicas cartas que no tienen palabras de
reproche.
Al concluir la Primera Guerra Mundial todavía era cristiana la mayoría de la población de
Alashehir;
sin embargo, la ciudad compartió entonces la suerte de Esmirna y vio a su
población cristiana expulsada por los turcos de Kemal en 1923. Por esta razón, en esta
ciudad sólo se encuentran ahora las ruinas de los contrafuertes y muros de una gran catedral
en el centro de la ciudad, junto a una mezquita musulmana bien conservada; y en lugar de las
campanas de una iglesia cristiana se oye la voz del almuédano que llama a la oración desde
lo alto de un alminar.
Una visita a la antigua Filadelfia no sólo produce tristeza al cristiano, sino que también
desanima al arqueólogo que busca restos del glorioso pasado de la ciudad. Encuentra los
lastimosos restos del antiguo muro de la ciudad convertidos en habitación de cigüeñas y
llenos de malezas y hierba. Quedan unas pocas ruinas que no se pueden identificar; pero
nada de los gloriosos templos, los majestuosos gimnasios y los grandiosos teatros de la
antigüedad por los cuales una vez Filadelfia se ganó el nombre de Pequeña Atenas. La obra
destructiva de los siglos ha sido tan completa que apenas se pueden hallar vestigios de su
grandeza anterior.
VIII. Laodicea.
Laodicea, la última de las siete ciudades a cuyas iglesias Juan dirigió las cartas del
Apocalipsis, se hallaba a unos 160 km al este de Efeso. Estaba en el valle del río Lico, que
corre entre montañas que se elevan hasta 2.500 y 2.800 m. Este río Lico de Frigia, tributario
del río Meandro, no debe ser confundido con el Lico a cuyas orillas estaba Tiatira, tributario
del Hermos. Laodicea estaba a algo más de 3 km al sur del Lico de Frigia, a una altura de
unos 250 m sobre el nivel del mar, en el camino principal de Efeso al Eufrates.
Probablemente fue fundada por Antíoco II (261-246 a. C.), uno de los gobernantes seléucidas
de la era helenística, quien dio a la ciudad el nombre de Laodicea en homenaje a su hermana
y esposa, y la pobló con sirios y judíos traídos desde Babilonia. Laodicea fue una población
insignificante durante el primer siglo de su existencia; pero aumentó su importancia
rápidamente después de la formación de la provincia romana de Asia en el siglo II a. C.
Laodicea estaba situada en una región donde hay grandes rebaños de ovejas 106 negras, y
por eso se convirtió en el centro comercial de la lustrosa lana negra y de las vestiduras
negras confeccionadas en la ciudad. Ambos, la lana y los vestidos, se exportaban a muchos
países. La ciudad también era renombrada como centro exportador del famoso polvo frigio
para los ojos, y como un firme centro financiero con varias casas bancarias que atraían
mucha riqueza. También logró fama por estar cerca del templo de Men Karou, donde
funcionaba una bien conocida escuela de medicina.